Jorge Volpi / El lobo de Dios

AutorJorge Volpi

A principios de 1979 yo tenía diez años y estaba feliz porque los alumnos de mi escuela habíamos sido elegidos para cantarle al papa Juan Pablo II durante su visita a México. La expectación era enorme: todos querían ver al sucesor de Pedro en una época en la cual los ídolos pop aún no llenaban nuestros estadios. Nos preparamos durante meses: aún resuena en mis oídos la insufrible melodía de Roberto Carlos. Tres días antes de la fecha, un ataque de asma me impidió -¿providencialmente?- sumarme al coro de "Amigo".

Treinta y dos años después, aquel atlético sacerdote polaco ha cumplido su primer paso hacia la santidad. El mundo del espectáculo convirtió la ceremonia en un hito más de la temporada, al lado de la boda del príncipe Guillermo y la muerte de Osama bin Laden. Y nadie ha desaprovechado la oportunidad de exhibir sus fotografías o hacer el recuento de sus "claroscuros", mientras otros coros se alzan en contrapunto para pedir socorro al nuevo beato o vituperar su hipocresía.

Llama la atención que tantos ateos se hayan escandalizado por la maniobra: un Estado autocrático como el Vaticano puede condecorar post mortem a uno de sus señores como le plazca. Enlistar los defectos de Juan Pablo II para arrebatarle su condición beatífica es irrelevante. Que se haya opuesto al aborto y los anticonceptivos o haya condenado la Teología de la Liberación y ensalzado al Opus y a los Legionarios no son argumentos para arrebatarle el cielo: basta pensar en la pléyade de santos imaginarios con los que tendrá que compartirlo. La beatificación debería servir, sí, para observar cómo la Iglesia ha utilizado su figura para ganar una pírrica batalla de imagen luego de las que ha perdido en los últimos lustros.

Si algo ha cambiado en la Iglesia en estas tres décadas, es su aggiornamento, pero no en términos de dogma -Wojtyla desdeñó el Concilio Vaticano II-, sino en su adecuación a la industria del entretenimiento. De ser vista como una institución decadente, pasó a ser ensalzada como defensora de los derechos humanos. Un extreme make-over que, hasta antes de los escándalos de pederastia, funcionó a la perfección: Juan Pablo II descubrió los beneficios de su conversión en estrella pop en México, en aquella visita.

Si para José López Portillo, su -en apariencia- incómodo anfitrión, fue una sorpresa, para Wojty a fue una revelación: masas enardecidas vitoreándolo como si fuera el representante de Dios en la Tierra. Tras el duelo por la muerte...

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