Juan Villoro / El caos que nos ordena

AutorJuan Villoro

"Son sensibles al tacto las estrellas/ No sé escribir a máquina sin ellas", escribió el poeta español Gerardo Diego. La inspiración proviene de los astros y de algo más humilde, la fricción de las yemas sobre el teclado.

Hace unos años, Pablo Ortiz Monasterio preparó una espléndida edición de fotos de vida cotidiana del Archivo Casasola. Mientras los revolucionarios disparaban y las soldaderas subían a los trenes, la costumbre no dejaba de ser doméstica.

Una de las mejores imágenes de aquella selección es la de un examen de mecanografía en el que participan mujeres con los ojos vendados. La escena tiene algo de rito: las máquinas de escribir semejan altares donde se oficia a ciegas y las secretarias parecen recibir dictado divino, como si se fueran a graduar de médiums.

Esa foto me trae un lejano recuerdo. Irma era zurda y parecía hecha en otro mundo. Sufría para dominar las tijeras y otros utensilios creados por un Dios diestro. Desubicada, miraba la realidad como quien sabe que en unos minutos se va a ir la luz.

Yo tenía cierto acceso a su universo porque era amigo del Manitas, su hermano menor, experto en nudos náuticos. Es curioso el futuro que atribuimos a los compañeros de la infancia. El Manitas parecía destinado a grandes travesías. Un explorador cuyos ojos entrecerrados anticipaban vendavales. En realidad, necesitaba lentes pero tardó en descubrirlo.

La extravagancia tiene formas peculiares de volverse lógica. Una tarde llegué a casa del Manitas y oí un crepitar extraño. "Es Irma, está loca", explicó mi amigo y me llevó al comedor. La mesa era presidida por una máquina Remington en la que Irma percutía con furioso empeño. Tenía los ojos vendados; se mordía los labios; agitaba la cabeza como una pianista convulsa. Una voz salía de una grabadora: "como renuevos cuyos aliños un viento helado marchita en flor". La frase se me grabó como todo lo que sucedió en ese instante, aunque tardé en saber que se debía a la exaltada inspiración de Amado Nervo.

Las manos de Irma vaciaban al poeta en el teclado, logrando una transmigración de las almas. De pronto un hilillo de sangre bajó de su labios. Se había mordido con demasiada fuerza. Percibió la humedad sobre las teclas, se quitó la venda, descubrió mi presencia y dijo con un desdén maravilloso: "¿Qué me miras?".

A los 14 años participó en un concurso de dictado y rompió récord de velocidad. Asocié su triunfo con las rarezas de su carácter: el alfabeto de la máquina estaba tan loco como ella.

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