Juan Villoro / Marcar el mundo con la cara

AutorJuan Villoro

En 2013, el Diccionario Oxford escogió como palabra del año a selfie, no por méritos eufónicos o etimológicos, sino porque describe una nueva forma de comportamiento: el autorretrato digital.

Encontré esta información en un sugerente ensayo de Sergio Octavio Contreras, "El yo como espectáculo", publicado en el revista Etcétera. Siguiendo a Guy Debord, Contreras analiza el exhibicionismo de nuestra época: en temporada de vacaciones, 5.4 millones de ingleses suben fotografías a la red para probar que están de vacaciones, y la popularidad en Facebook depende en buena medida de que los amigos prestigien tus fotos con la operación like.

El yo se expresa con voracidad en la galaxia de fotos que circulan en la mediósfera. Lo interesante es que no se trata de un narcisismo de viejo cuño ni de una celebración de la personalidad. A diferencia de los descarnados autorretratos de Rembrandt, Bacon o Lucian Freud, que no rehúyen las heridas del tiempo, o de las alambicadas poses de Mae West o Liberace, los selfies atrapan el rostro como un dato "natural" y ponen énfasis en el paisaje o el momento que acreditan. El rostro tiene ahí una función notarial, es el sello que certifica que estuviste en los 100 años de la abuela, la Torre Eiffel o el maratón de Nueva York.

La única habilidad necesaria para autofotografiarse es estirar el brazo. La falta de perspectiva otorga excesivo realce a la nariz y nos concede mejillas de Pepe Grillo, pero esto no importa porque no se trata de un género artístico sino testimonial.

Andy Warhol profetizó que en el futuro todo mundo sería famoso durante quince minutos. En esta irónica utopía, la celebridad sería banalmente para todos. Con el frío cálculo del dandy, Warhol puso su yo en escena para mostrar que no era otra cosa que una cáscara, la inexpresiva superficie de un artista que se identificaba con una marca de detergente. Sus autorretratos polaroid destacan por la ausencia de gestualidad. La gran paradoja warholiana es que sus homenajes eran fúnebres. Al elogiar el dinero, lo devaluaba. Admirador de las máquinas, buscó imitarlas; la única vacilación interior que se permitía era la de un aparato defectuoso que pinta fuera de registro. Al publicitar su ego, lo convirtió en mera apariencia, anticipando el selfie.

Hay personajes históricos de los que sólo conocemos un grabado o un...

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