Luis Rubio / Inclusión

AutorLuis Rubio

La desigualdad es una característica estructural de nuestro país: desde tiempos ancestrales, el origen social, la localización geográfica y las condiciones del entorno en que cada familia vive determinan un piso desigual. México no es excepcional en haber heredado tanto una estructura social como una orografía que crea condiciones socio políticas y económicas de desigualdad; en lo que México sí es excepcional respecto a innumerables países de similar nivel de producto per cápita es en haber fracasado (o, incluso, no intentado) crear condiciones para mejorar la probabilidad de éxito de toda la población, sin distingo alguno. De hecho, el problema radica en otro lado: muchos políticos tienen visiones maximalistas de tal magnitud que acaban siendo utópicas. Otros simplemente prefieren que persista la pobreza.

El discurso político sobre la desigualdad es generoso en retórica, pero parco en soluciones. Desde luego, no faltan propuestas de igualar hacia abajo a través de una redistribución radical del ingreso, lo que implicaría que hubiera muchos más pobres cuando lo que nuestra sociedad exige es tener muchos más ricos. Otras propuestas se concentran en atenuar los síntomas de la pobreza o de quienes no tienen acceso a los beneficios que genera la sociedad, sobre todo a través de subsidios que consisten en transferencias a familias pobres a cambio del cumplimiento de ciertos compromisos como llevar a los niños a la escuela y a los centros de salud, la esencia de programas como Oportunidades, Progresa y similares. También hay quienes proponen generalizar ese principio a través de mecanismos como el de un ingreso universal, que han tenido el efecto de eliminar el incentivo al progreso individual de las personas. Otros más buscan soluciones mágicas a través de más gasto público (y los concomitantes impuestos) sin cambiar ni el objetivo del gasto ni su ejecución.

Como dijera Einstein, no hay razón para esperar resultados distintos cuando se siguen haciendo las mismas cosas.

China demuestra que es posible disminuir la desigualdad en un par de generaciones: lo que se requiere es una economía pujante que demande mano de obra y un proceso educativo que cree capital en las personas dispuestas a incorporarse en el mercado de trabajo. El éxito de China es tan obvio que debería darnos vergüenza porque no es el único país que lo ha logrado. El gigante asiático creó incentivos para la instalación y progreso de empresas privadas (nacionales y...

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