Luz y Sombra

AutorGerardo Kleinburg

Desde que J"rg Haider y su partido llegaron al poder (porque ahí están), Austria ha vuelto a ser noticia. Un país pequeño, próspero y habitualmente tranquilo no daba notas periodísticas de esas que, tristemente, hoy son las que el mundo espera. Alguna catástrofe natural o tal vez un accidente automovilístico de consecuencias particularmente fatales eran lo más a lo que aspiraba una nación que durante los momentos más luminosos del imperio austro-húngaro fue prácticamente el centro del mundo.

Ya la ventilación, hace años, del pasado nazi de Kurt Waldheim -situación que hacía de su paso por la ONU un acontecimiento de embarazoso humorismo involuntario- anunciaba el tipo de sucesos austriacos que hallarían verdadero eco en la prensa y las organizaciones políticas internacionales. De la misma manera, la enconada defensa nacional que sus compatriotas hicieron de este sujeto, de su pasado y su derecho a gobernar su país, ya dejaba ver la compleja y cuestionable reacción que el pueblo austriaco muestra al encarar estos problemas. Austria es uno de los países europeos (junto con el reciente y crudo despertar suizo) a los que les cuesta mucho trabajo lavar su ropa sucia; un país que no logra aún asimilar la cercanía de su enorme grandeza histórica, artística y política, y hacerla compatible con su modesta y frágil realidad actual. Un país y una sociedad que, por mucho que le pese a los austriacos y a los que admiramos su historia, se parece mucho al devastador retrato que Thomas Bernhard hiciera de ellos.

Por eso el Festival de Salzburgo es tan particular y tan importante. Sólo sumando algunos de los elementos mencionados en los párrafos anteriores, sólo con una historia artística (musical, sobre todo) de tamañas dimensiones y con una preocupación incesante de los austriacos por recordarla, recrearla y difundirla, puede explicarse que ese pequeñísimo país tenga el festival de música, teatro y ópera más longevo del mundo (80 años exactamente). Sólo a través de esta mezcla de amor enfermizo por la música y de necesidad de seguir trascendiendo en el ámbito internacional puede uno explicarse que se mantenga un festival que gasta para las actividades de apenas 40 días la apabullante cifra de casi 55 millones de dólares. Sólo a través de esta necesidad de mantener su principal tradición, de esta obstinación por hacer patente lo que es (o desean que sea) uno de sus rasgos esenciales de identidad, puede entenderse que únicamente fuera durante un año de su historia -inevitablemente en 1945- cuando el festival se cancelara, por primera y hasta ahora única ocasión.

Más de siete décadas de existencia han hecho, obviamente, que el Festival de Salzburgo sea un punto de referencia obligado para evaluar todo el acontecer musical del Siglo 20. Pero no sólo eso. A través de él, de sus ires y venires, de sus tendencias y transformaciones, podemos ver una historia general reciente del arte, de los intereses económicos, personales y políticos que a un tiempo lo han acechado y lo han hecho posible. Más aún, que instituciones austriacas venerables como la Filarmónica de Viena, la Musikverein o la apera Estatal de Viena, el festival da fe del transcurrir de Austria por los últimos tiempos.

Y ese transcurrir inevitable, increíble y trágicamente está asociado con perturbadora frecuencia tanto a elementos de hipernacionalismo y pangermanismo, de intolerancia y hegemonía, de racismo y xenofobia, como a gestos de apertura e integración, de generosidad y concordia, de inteligencia y asimilación. Siempre -de eso no hay duda alguna, y por eso se torna un fenómeno tan perturbador y pasmante asociados con la genialidad creativa extrema. Tanto la tradición artística que exalta (la de la suprema historia musical austriaca), cuanto los creadores/intérpretes germanos y no germanos han articulado su columna vertebral -Richard Strauss, Hugo von Hoffmansthal, Max Reinhardt, Arturo Toscanini, Wilhelm Furtwangler, Karl Bohm, Herbert von Karajan, Sandor Végh y un larguísimo etcéterason figuras protagónicas, históricas, de las diversas ramas artísticas en las que incursionaron.

Originalmente concebido por los tres primeros hombres de la lista recién escrita a manera de sueño artístico europeo de espacio neutral y pacífico destinado únicamente a dar cabida a lo mejor de todas las artes y de todos los artistas -intenciones que se tornan de nuevo trágicas, irónicas o desgarradoras, como usted prefiera, a la luz de su historia-, el Festival de Salzburgo ha sido botín de muchos intereses: de los austriacos colaboracionistas, de los nazis, de un tirano megalómano imposible de desnazificar como Herbert von Karajan, de las casas discográficas, de los políticos nacionalistas austriacos pasados y presentes, de la industria turística (hoteleros, restauranteros y agencias de viajes), de la autocomplacencia del público, de la incontrolable (aunque explicable) nostalgia por el pasado artístico con los consiguientes miopía hacia el presente y astigmatismo hacia el futuro. Sin embargo, y de manera casi milagrosa, ha sido la incontrolable necesidad austriaca de tener y hacer música, su histórica e inigualable adicción por las artes, lo que ha dado verdadera vida y aliento a esta actividad veraniega anual, ha matizado los peores excesos, y ha proporcionado un punto de equilibrio a esta pendular tendencia de ir de un extremo a otro.

Hoy el Festival de Salzburgo vuelve a ser noticia de secciones periodísticas no culturales; hoy, una vez más, resulta atractivo e interesante para gente que desconoce la grandeza de su historia, que incluso ignoraba su existencia.

Tristemente, no es la impresionante revolución artística generada ahí por un abogado belga, Gerard Mortier, su director, lo que le ha dado esta proyección, sino el hecho de que el festival más importante del mundo se lleve a cabo en el único país europeo en el que cogobierna la ultraderecha, en el único país de la Unión Europea que ha recibido sanciones y bloqueos políticos (tan sensatos y pertinentes, como histéricos y cínicos, hay que reconocerlo) de sus propios países colegas. En el país, pues, donde un hombre que dice sandeces tales como que "la política de empleo nazi es admirable", que "la SS fue formada por hombres valientes y honorables", y que "ya basta de que los directorios telefónicos austríacos tengan tantos apellidos foráneos como el de Nueva York". En la Austria de Haider, para decirlo con pocas palabras.

Así, hoy resulta más importante para la opinión pública (esa entelequia de reciente cuño) saber si habrá boicot de artistas importantes, si bajará el número de boletos vendidos o si Haider y sus concejales censurarán la programación, que si Harnoncourt regresa o no al festival.

Por supuesto que estos elementos, particularmente el de la programación, tienen una relevancia incuestionable (ya Gerard Mortier ha hablado recientemente del tema in extenso para REFORMA). Pero, para entenderlos cabalmente, es necesario también comprender qué hace hoy el festival, cómo termina o concluye (estulta polémica) el siglo y el milenio, qué ha pasado con él tras la extensa dictadura de Herbert von Karajan y las industrias discográfica y turística. Hace nueve años que Mortier tomó las riendas del festival y falta uno para que lo entregue al compositor y director de orquesta alemán Peter Ruziscka. La...

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