Marguerite Yourcenar y Grace Frick: Un amor sin adjetivos

AutorGuadalupe Loaeza

El 8 de junio pasado, se cumplieron 100 años del nacimiento de Marguerite Yourcenar. Desde enero empezaron las celebraciones en el mundo literario y continuarán hasta diciembre con una serie de publicaciones, conciertos, concursos, espectáculos, conferencias, exposiciones y demás expresiones de admiración hacia ella. Ella, monstruo sagrado. Ella, autora que tuvo el rarísimo privilegio de ser considerada, en vida, como un clásico. Y ella, que supo tomar su lugar, directamente, en el patio de los grandes. Si Yourcenar logró ser inmortal no fue sólo por haber sido la primera mujer elegida como miembro de la Academia Francesa, sino porque era de aquellos que han marcado la verdadera literatura. Fue la que, más allá del tiempo, del espacio y de la cultura que formaban su contexto, alcanzó lo que todos los escritores sueñan, lo universal. Porque leer a Yourcenar es penetrar en la obra humanista de alta cultura. El primer elemento donde se despliega su obra es la historia. Tal parece que su pensamiento, sentimientos, pasiones, esperanzas y su estilo son inseparables de la historia de los hombres y sus eternas preguntas. Se alimentó de Grecia, de su pensamiento, su poesía y sus pasiones. Por eso su obra es, por ende, clásica.

No, no es fácil hablar de una mujer como Yourcenar y menos si nos referimos a su vida sentimental. Sin embargo, hoy más que nunca, debemos hablar de ella por todo lo que representa, no nada más como creadora, sino como un ser humano excepcional. Conscientes del reto que nos impusimos este domingo, permítanos sumergirnos en una historia de amor original, pero sobre todo profundamente humana. Para comprenderla mejor, comencemos desde el principio.

Marguerite de Crayencour tuvo un destino singular. En el comienzo de sus Memorias ella no dice yo. La frase inicial de su autobiografía es: "El ser que llamo 'yo' vino al mundo un lunes 8 de junio de 1903, a las 8 de la mañana, en Bruselas, de un padre francés, perteneciente a una antigua familia del norte y de una belga cuyos antepasados se habían establecido desde hacía mucho tiempo en Lieja". Días después del nacimiento de Marguerite, la madre muere de fiebre puerperal. Cuando se le preguntaba a la autora si le había hecho falta su madre, ella contestaba: "Lo que no se conoce no puede hacer falta", lo cual no explica por qué no pidió que le enseñaran una foto de su madre hasta cuando tenía 35 años. Pero lo que resulta aún más extraño es que nunca nadie de su familia ofreció mostrarle una. Vivió como hija única (tuvo un medio hermano mucho mayor) con su padre, Michel de Crayencour, doblemente viudo y ya no tan joven, cuya vida no fue más que vagabunda, "sólo se está bien en otra parte", decía. El fue el que le dio a su hija el gusto por los viajes, la pasión por los libros, le enseñó inglés y griego a los 10 años, y, por si fuera poco, cuando cumplió 12 años le enseñó latín; un aprendizaje que le fue de gran utilidad a lo largo de toda su vida. A los 16 años, Marguerite terminó su bachillerato sin jamás haber puesto los pies en una escuela y, más tarde, en 1921, cuando tenía 18, ya soñaba con escribir y descubrir el mundo. Y no contento de toda esta buena influencia, su padre todavía le pagó la edición de sus primeros versos, Le jardín des Chimères, Les Dieux ne sont pas morts. Pero de él no nada más recibía...

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