Los mecanismos secretos

AutorAndrés de Luna

La pornografía tiene algo de fenómeno omnímodo. Si antes estaba sepultada bajo las apariencias de lo clandestino, ahora está en las pantallas de los teléfonos celulares, en millones de páginas de Internet, en los puestos de periódico, en canales de televisión y en infinidad de sitios en donde antes se consideraba una afrenta. Por ello es importante que se hable del asunto con lucidez, tal como lo hacen los escritores madrileños Andrés Barba (1975) y Javier Montes (1976) en el libro La ceremonia del porno (Anagrama, Barcelona, 2007), que obtuvo el XXXV Premio Anagrama de Ensayo.

El volumen es un recorrido a través de una infinidad de propuestas y contrapropuestas en torno a un asunto polémico, sobre el que muchos han opinado y del que se ha rescatado muy poco. Esto porque la pornografía es tema incómodo para los intelectuales de izquierda y de derecha, para las feministas y para los censores. Incluso es común que se descalifiquen obras artísticas por considerarlas "obscenas", entre ellas Ulises de Joyce, poemas de Baudelaire, cuadros de Courbet, de Grosz o de Picasso y tantas expresiones que han aludido al cuerpo en actitudes de sexualidad franca. El hecho es que la pornografía es otra cosa, cuya definición es ambigua y depende de factores que son intrínsecos y extrínsecos a esta manera de presentar el coito.

Barba y Montes escriben: "es imposible no sentirse profundamente perturbado, en lo más hondo de uno mismo, al ver porno. No es cierto, claro, que todo el porno resulte para todos igualmente perturbador y misterioso, pero sí que para todo el mundo hay al menos cierto porno profundamente conmovedor". La afirmación es válida, sobre todo porque si se hace un corte dentro de la historia de la pornografía, entonces habría que situarse en los años 70 del siglo 20, cuando Garganta profunda (1972) de Gerry Damiano hacía estragos en la conciencia de los espectadores. En primer lugar porque tenía algo de imaginación al colocar el clítoris del personaje central en la garganta en lugar de en la vulva; además, era perturbador que la actriz estuviera exenta de vello púbico. La mujer era un tanto feúcha, nunca fue guapa Linda Lovelace, pero su presencia tenía ese gusto por lo prohibido que cautivaba de inmediato. El filme se volvió de culto y hasta los intelectuales se apuraron para asistir a cines de la calle 42 de Nueva York, que si antes eran sitios plagados de personajes de baja ralea o los clásicos oficinistas que se masturbaban con cualquier...

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