México: El fin de la elocuencia

AutorChristopher Domínguez Michael

a A.C., académicien

Los años noventa fueron una década verdaderamente agónica, que inició con la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, y culminó con la derrota electoral del PRI en el año 2000. La profundidad y la rapidez de esas transformaciones abrieron un tiempo de interregno y pasarán todavía algunos años antes de que comprendamos la verdadera naturaleza del reino del que somos hoy día demudados súbditos. En ese sentido fue consternante (aunque lógico) que el camino hacia el fin de siglo estuviese marcado por la muerte de sus más conspicuos protagonistas.

El tiempo literario mexicano vio desaparecer, en poco tiempo, a Jaime García Terrés (1924-1996) y a Fernando Benítez (1911-1999), dos de los grandes organizadores editoriales y periodísticos de la segunda mitad del siglo, y a dos de nuestros grandes prosistas, Elena Garro (1916-1998) y Juan José Arreola (1918-2001).

Pero fue la muerte de Octavio Paz, el 19 de abril de 1998 en Coyoacán, el momento (y el memento) axial de la década. Con Paz se fue una forma de jefatura espiritual extremadamente sofisticada, tan propia del siglo veinte, que sobrevivirle ha sido una travesía en el desierto, donde la caravana de quienes le fuimos fieles se confunde en la misma desorientación con la de aquellos que lo combatieron.

Lo que con Paz parece haber desaparecido es el tópico y la persona del intelectual público y su principal consecuencia social: la cultura (incluyendo a la alta literatura) es un dominio privilegiado de la actividad pública y de la vida política.

No es tan extraño que el último avatar de ese fenómeno sea el subcomandante Marcos, un hijo pródigo de la élite que pasa del foquismo al neoindigenismo y que al encabezar una rebelión armada lo apuesta todo (y con éxito planetario) a ganar su hegemonía ante el Estado apoderándose de una interlocución intelectual (y hasta literaria) desde los medios periodísticos y los referentes morales y gestuales de la vieja élite cultural.

Al gobierno (a sus personeros de entonces, los licenciados Salinas y Camacho) sólo podía convencerlos alguien que hablase como hijo del 68, desde Monsiváis y no desde Guevara. El prosista Marcos aspiraba, entre 1994 y 2001, no a destruir al viejo régimen, sino a convertirlo a su causa, recordándole sus obligaciones, no sólo con los indígenas, sino con los malos poetas.

El PRI fue, nos guste o no, un príncipe absolutista e ilustrado, una máquina de dominación cuya decadencia empezó cuando su...

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