La mirada contemplativa

AutorMauricio Montiel Figueiras

Más allá de que haya recibido el Premio del Jurado en el Festival de Cannes, un galardón que compartió con Persépolis, filme francoiraní de animación; más allá de que haya sido elegida para representar a nuestro País en la octogésima entrega de los Óscares, que se celebrará en febrero de 2008 -falta ver, por supuesto, si la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood decide seleccionarla para la competencia definitiva, aunque las probabilidades son altas-; más allá de que sea la primera película rodada en plautdietsch o alemán bajo, el dialecto emparentado con el neerlandés que se habla en las comunidades menonitas de Alemania, Belice, Brasil, Canadá, Estados Unidos, México y Paraguay -un rasgo que le concede cierto aire de exotismo o más bien de extraterritorialidad que, no obstante, logra trascender gracias a las misteriosas corrientes subterráneas que nutren la historia-; más allá de que el papel de Esther, uno de los vértices del extraño triángulo místico-amoroso completado por Johan (Cornelio Wall) y Marianne (Maria Pankratz), haya recaído en Miriam Toews, escritora canadiense de origen menonita cuya tercera novela (Complicada bondad) acaba de ser traducida al español, Luz silenciosa o Stellet licht (2007) cumple con creces las expectativas depositadas en Carlos Reygadas, que deja atrás la etiqueta de joven promesa para erigirse en uno de los principales renovadores del cine mexicano en los tiempos de ese cólera conocido como globalización.

Atrás, por fortuna, ha quedado también el deseo -consciente o inconsciente, pero a fin de cuentas deseo- de escandalizar o cuando menos sacudir al espectador mediante una explicitud sexual que llegaba a rayar en lo inocuo -la cópula con la anciana indígena en Japón (2002), la felación que abre y cierra Batalla en el cielo (2005) y que terminó por ser difuminada con propósitos comerciales-; atrás quedó el devaneo tarkovskiano que Luz silenciosa convierte en influjo ya asimilado, la grandilocuencia aderezada con ráfagas de Arvo Pärt, la exploración o tal vez explotación del miserabilismo como herencia de una tradición que lo ha transformado en producto rentable y por tanto exportable, la morosidad que intentaba llenar algunos vacíos narrativos y que ahora resulta plenamente justificada merced a un ojo similar al de Tarkovski y Sokurov que "persigue los momentos en que los elementos hablan", en palabras de Fredric Jameson.

Queda, eso sí, el gusto por el plano secuencia y el plano general...

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