La noche del grito

AutorAlberto Domingo

En la ciudad de Leipzig se celebran o se celebraban dos ferias de justa fama notable: la de primavera, eminentemente industrial, y la de otoño, luminosamente cultural sobre todo. En el año de 1964 tuve la fortuna de ser invitado a la segunda.

Esto viene a cuento ahora por una contingencia ciertamente peculiar ocurrida en el viaje: para arribar a Alemania (lado oriental del Muro entonces), tuve que hacer forzosa escala de tres días en Bruselas. Aproveché, por supuesto, para una visita volandera a Gante y a Brujas; pero una noche, deambulando sin rumbo por la tranquila capital de los belgas, asomé a la Gran Plaza, que hallé toda enfiestada: la explanada cubierta de puestecillos de flores, de juguetes, de bocadillos sabrosos. Y lo mejor, en los restaurantes del contorno, grupos familiares que cantaban y bailaban, sonrientes, sí; pero con giros delicados y en coros muy suaves. Al regresar al hotel pregunté al guardia nocturno cuál era el motivo de aquella celebración tan grata al parecer, mas tan discreta. "Es la fiesta nacional, señor", díjome el velador gentil.

Sucediendo aquello en los finales de septiembre, me hizo brotar, inevitable, una carcajada sardónica: "Se veía bien la cosa -me dije-; pero... ¡qué aguados, caramba!".

Porque, la verdad, desde mi juventud lejana y más aún desde mi niñez, estoy plenamente cierto de que no hay en el mundo celebración patria comparable al torrencial estruendo -a veces casi un aquelarre que aquí tenemos, año con año, como sacratísimo fuego en lo medular de la conmemoración de nuestra gesta de Independencia.

Por razones históricas, recordando la arenga del cura Hidalgo al llamar a la guerra contra los casi tres siglos de duro coloniaje, se llama el Grito y grito multitudinario y mayúsculo es el que se da en la enorme plaza, centro, corazón cívico del país todo. Sabemos ya que la conspiración fraguada en la parroquia de Dolores, en Guanajuato, al ser descubierta tuvo que apresurar su hora de combate, so pena de ser degollada en su propia cuna. El cura párroco, don Miguel Hidalgo, protector y maestro de indios que iban a dejar de ser sumisos, avisado desde Querétaro por la corregidora Josefa Ortiz de Domínguez, pieza vertebral en la trama, resolvió rápido: "Señores -dijo a los otros conjurados, entre los cuales el capitán Allende daba la estrategia militar necesaria-, hemos sido descubiertos. Sólo un camino nos queda: ¡Vamos a coger gachupines!". Con sigilo; pero sin tardanza alguna, fueron a la cárcel del...

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