Noé Jitrik / Contra el aburrimiento

AutorNoé Jitrik

A no más de 100 metros de mi casa, tomando por la calle Juan XXIII (vaya nombre), me topo con una casa, cruzando la calle transversal, que ostenta una inscripción: "Carnicería", dice, palabra que me parece amenazante u ominosa, como las que veía Borges en sus vagares juveniles. Por debajo no hay tal carnicería -la debe haber habido en otras épocas- sino una casa sencilla, como de campo, y su puerta, junto a la cual no hay ventanas, está casi siempre cerrada. De vez en cuando, en momentos en que el sol se muestra más amable, esa puerta se abre, pero no se ve casi nada en el interior; tampoco podría uno detenerse y tratar de distinguir algo en ese agujero porque junto a ella, sentado pacíficamente, está, como custodiando la entrada, un señor ya mayor, un anciano se diría: sin duda está tomando aire. Lo saludo apenas al pasar y él responde, casi musitando, y yo sigo viaje, sin pensar en él hasta una nueva ocasión.

Lo he visto, además, sacando una silla al exterior y llevándola a la acera de enfrente; lo observo sin llamar la atención y veo que mira hacia adelante, quizás a los pájaros, quizás a los perros, uno de los cuales lo acompaña, echado junto a él, sea junto a la puerta de su casa, sea frente a ella. Pensé, alguna vez, en detenerme y hablar con él, pero algo en su manera de estar solo me lo ha impedido; me parece, cada vez que lo veo, que está aburrido, que nada podría cambiar ese estado del espíritu.

Viejo tema el del aburrimiento, concepto en realidad poco definido aunque reconocible y, en muchas ocasiones, confesable. No intentaré hacerlo ahora y aquí, porque ni siquiera estoy aburrido, pero nomás invocar ese estado detenido -porque el aburrido siente, ante todo, que no pasa nada, ni siquiera el tiempo-, nada fluctuante, me trae al presente las diversas formas y manifestaciones de ese tan difundido sentimiento, aplicable no sólo a las personas sino, incluso, a las edades y aun a las épocas: los seres humanos se aburren de cuando en cuando o de una vez para siempre, aunque de manera diferente según las clases sociales, los niños suelen aburrirse cuando desaparecen ciertos estímulos que, previamente, los han entretenido o divertido; ciertas épocas, no la nuestra precisamente, son tachadas por los historiadores de aburridas porque todo parece estancado, las estructuras inconmovibles y las aventuras abolidas, imaginariamente desde luego o porque no se avizoran cambios.

Hablar de aburrimiento hace recordar La romana, una novela en la que...

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