Una obra contra la muerte

AutorCarlos Rubio-Rosell

MADRID.- Escribir contra la muerte y ser llevado al presente de cada lector. Ésas son las premisas que hacen y harán que la obra del escritor mexicano Carlos Fuentes sea inmortal.

Esas premisas, expuestas en multitud de ocasiones por el autor ante el avance inexorable del tiempo, hicieron que Fuentes concibiera una obra y una vida sostenida sobre el sólido pilar de una eternidad que se manifiesta en el acto de la lectura, única posibilidad de infinito de la escritura, eternidad a la que ha accedido por derecho propio tras una existencia intensa, vital, lúcida, creativa, generosa, cuyo humanismo impregnó todas y cada una de las actividades que emprendió a lo largo de sus fructíferos 83 años de vida, dedicado a la literatura, la cultura, el amor, el diálogo, la política, la solidaridad; sin dejar de disfrutar de los pequeños placeres del mundo: viajes, amistad, alegría y el sabor de las cosas amables y bellas.

Su vida, no exenta de tragedia, fascinación y leyenda, fue también una extraordinaria novela. Carlos Fuentes Macías nació el 11 de noviembre de 1928. Hijo de Rafael Fuentes Boettiger y Berta Macías Rivas, su rama paterna tenía su origen en Darmstadt, Alemania, en las Islas Canarias y Murcia, España, y en el estado de Veracruz, en tanto que la rama materna era oriunda de Santander, España, y los estados de Sonora y Sinaloa.

Como decía el escritor mexicano Fernando Benítez, amigo íntimo de Fuentes, el hecho de que su padre fuera diplomático de carrera, razón por la cual nace en Panamá, a donde los Fuentes estaban destinados, determinó el estilo de su nomadismo y las tendencias errabundas de su obra literaria.

"Antes de cumplir los 15 años hablaba el español de los porteños de Buenos Aires, el portugués de los habitantes de Río de Janeiro, el inglés de Washington y el francés convencional de las embajadas", observa Benítez, quien mencionaba que Fuentes había adquirido muy joven el "complejo de caracol", de llevar su casa a cuestas debido a su pasión por viajar, pasión que le otorgó, en efecto, una "cualidad fantasmática", porque jamás se podía saber con precisión en qué lugar se encontraba o si en un momento determinado cruzaba mares y cielos desplazándose de un continente a otro, de una ciudad a otra entre las muchas capitales de Fuentes: Santiago de Chile, Buenos Aires, Washington, Barcelona, París, Londres, Ciudad de México.

Esos trayectos los conciliaba con otra pasión que en él era virtud disfrazada de vicio: leer. Cuenta Benítez haber sido testigo de que en un viaje de 18 días por el Pacífico, el Atlántico y el Caribe, releyó casi toda la Comedia humana de Balzac, las revistas y periódicos que compraba en los puertos y, como complemento de sus lecturas, ganó 300 dólares jugando al número 26, por consejo de Fidel Castro, en el Casino de Panamá, además de sostener un romance de elevada temperatura y nadar plácidamente en las playas de Curazao, Trinidad y Barbados.

"Permanecía hasta las dos de la mañana en un bar del Himalaya donde el cantinero se disfrazaba de Harpo Marx o de De Gaulle y donde acudían antiguos funcionarios coloniales, extras de Hollywood, un organista que tocaba los oratorios de Bach y todavía le alcanzaba el tiempo para tomar las notas de su libro Cantar de ciegos", recordaba Benítez.

En efecto, podía tomar notas durante el día, pero su máxima se cumplía a primerísima hora de la mañana: escribir. Decía que Alfonso Reyes, uno de sus grandes mentores, le había dado el siguiente consejo, que el viejo Centauro había extraído de Goethe: "Limpiar la espuma del día".

"Uno podía ver a Reyes a las cuatro de la mañana encerrado en su despacho escribiendo", relataba Fuentes. Y así él, desde muy temprano, dedicaba las...

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