Ojo Clínico / Música o ruido

AutorEnrique Goldbard

En un país en el que el respeto al derecho ajeno no es más que la frase hueca de un prócer, hacer ruido sin importar las molestias que ocasiona a los demás, es una minucia, una nimiedad, un derecho que ostenta cualquiera y que se ejerce de la manera más impune ante el entendido de que quién se queje no es más que un delicado, un ñoño o un viejo cascarrabias.

No hay cantina en la que, invariablemente a eso de las 4 de la tarde, los mariachis, grupo norteño, trío o lo que sea, se arranque cantando -es un decir- a todo pulmón y que a petición de algunos comensales embelesados con los gritos y trompetazos, interprete del mismo modo tanto la peor tonada grupera como alguna pieza aceptable que se transmuta en deplorable por la irritante estridencia.

Cada vez son más los restaurantes en los que las bocinas se ponen al máximo de su capacidad sonora con música de tan ínfima calidad que son capaces de aturdir aún a quienes gustan del rock pesado.

Es imposible conversar en esos lugares, lo que se habla pierde todo sentido, la voz se altera y se convierte en alarido cada vez más fuerte, nadie entiende ya nada, los oídos duelen, la cabeza palpita y no queda más que abandonar el recinto.

Esta agresión no se circunscribe a lugares de paga, también sucede en las plazas públicas, las "autoridades" invitan a quienes tengan las bocinas más grandes para hacer ruido a su antojo, abusiva, despóticamente y a mansalva...

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