Pata de Perro/ Narcosis de nitrógeno

AutorAlonso Vera Cantú

Sus primeros habitantes fueron tribus de las islas del Pacífico (aunque se dice que los celtas se pasearon por ahí en el 2225 a.C.) y la nombraron Aotearoa, "tierra en las nubes", por la neblina que cubre las costas, la generosidad de su tierra y por sus habitantes.

Australia es el hermano mayor y eterno rival sentimental de Nueva Zelanda, donde sólo parece ser peligrosa la araña "viuda negra", pues sus playas desiertas, zonas volcánicas, lagos, glaciares, miles de borregos, fiordos y demás maravillas naturales que armonizan con ciudades, bares y demás expresiones del primer mundo, cobijadas por la monarquía británica, son de nobleza extrema.

La Isla Norte, de origen volcánico, y la Sur, con numerosas montañas y glaciares, encierran secretos y posibilidades maravillosas, desde el surf al snowboarding (se pueden practicar durante el mismo día) hasta el encuentro con ballenas y delfines, géisers y barcos hundidos. Este país también es cuna de los deportes extremos, el pájaro kiwi y el equipo de rugby más temido en el mundo, ya que sus jugadores (como buenos neozelandeses) realizan el "haka" o baile de guerra, originado por la primera cultura real de las islas: los maoríes.

Si me dan la visa, me voy a vivir allá.

En el Mar, la Vida es Más Sabrosa

Alguna vez me dijeron que la vida en el mar es más sabrosa... y es cierto. El aire que se respira trae consigo suspiros de otras costas, de aquellos que disfrutan atardeceres con amores o tambores, y de quienes sueñan (o se cuestionan) contemplando su magnitud, su movimiento. No hay nada como una caminata descalzo sobre la arena, conversando en silencio con uno mismo o con el acompañante en turno, y nada se equipara con el sabor a sal o con dormir arrullado por las olas; el mar es lugar de creación, de comunión y de encuentro. Y así fue mi vida en la Bahía de las Islas, al norte de la Isla Norte de Nueva Zelanda.

Después de una maravillosa noche en la que dije adiós a Sydney y a Australia en general, con buena música, comida y compañía (ingredientes indispensables para una vida sana), pasé las últimas horas de la madrugada en vela para no perder el avión. Me acurruqué junto a la cocina del hostal con el despertador a unos cuantos centímetros de mi cabeza, mi mochila por almohada, mis inseparables botes de café y hierbas italianas para pasta, y Gulivera, mi ornitorrinco que merece un texto completo (pero será en otra ocasión).

Opté por pensar, recordar y asimilar lo que habían sido esos últimos días; luego tomé un...

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