Pata de Perro / Una piedra en Jerusalén

AutorAlonso Vera

Uno como viajero sabe que una cantidad mayor de realidad a la suministrada comúnmente genera una perspectiva alterna y, en algunas ocasiones, un colapso nervioso. Esa condición transforma irrevocablemente el curso que vislumbrabas para tu vida. Un día despiertas y los Tres Reyes Magos son tan sólo producto de tus padres, tutores o quien tenga la bondad subrepticia de hacerte llegar un regalo...

Nuestro sistema solar tiene nueve planetas, lo aprendes, lo memorizas, y de pronto tan sólo son ocho. Te piensas ganador, y amaneces vencido. Resuelves el sentido de la vida, y resulta que no lo tiene por sí misma. O estás por abordar un autobús con rumbo a Jerusalén, y de camino a la estación escuchas un estallido que irrumpe tu cadencia y te deja congelado, en cuclillas sobre el asfalto, sintiéndote como Plutón.

Demasiada realidad

Tardé en incorporarme. Mi mente en blanco, sudor frío en la espalda. Aparatos desbordando los aires y avenidas de Tel Aviv. Las calles cerradas, como los puños de sus transeúntes. Siete muertos y docenas de heridos hasta el momento. "Un ataque suicida en un puesto de comida rápida en la estación de autobuses", me dijo sereno mi hermano Lymor al atravesar de vuelta el pórtico de su morada, "en el mismo puesto donde el 16 de enero pasado ocurrió lo mismo".

Yo no sabía cómo expresar mi sentir. "¿Ahora cómo te quieres ir? Te sugiero el tren", me dijo con frialdad estremecedora. Su realidad me resultaba demasiado real, tanto que no podía creerla, aun estando presente, y opté por el tren.

Los cruzados emprendieron travesías de meses en barco y a caballo en busca de fama y riqueza, de perdón y conciliación, bajo la consigna papal de liberar a la ciudad sagrada de los "infieles". No serían los primeros ni los últimos. Y casi mil años después llegaba yo, sólo para apreciar el acontecer en el meollo del asunto. Los retenes hicieron tardado el camino, pero menos de dos horas después me hallaba sobre las colinas de Judea, en las faldas de la "Ciudad de Oro".

Fragmento de sus entrañas

Al atardecer, cuando su piedra blanca se tiñe de oro y la paz pareciera al alcance, las sombras de domos y minaretes de los sitios de culto más sagrados para tres religiones mayores acorralan sus callejones.

Los bazares y mercados duermen, y sus adultos chismean, fumando y bebiendo café, mientras los niños juegan a la pelota. Todos confinados en sus barrios, separados de sus similares por retenes, miradas incómodas y credos alternos. Armenios, judíos...

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