Una pelea

AutorGerardo de la Concha

Cuando me mandaron al internado del Padre Lázaro, un vil hospicio de muchachos pobres, me despedí de mis amigos, algunos de ellos ya eran de los "cortados", como lo quería ser yo lo más pronto posible. En el parque de las bombas había un pequeño jardín del que nos adueñábamos por la tarde. Nos tumbábamos a veces en el pasto y la vida se dirimía en el silencio o la acompañaban palabras que, sin saberlo nosotros, estaban curando de alguna manera la herida de la existencia.

Los iba a extrañar. Quizá sólo los niños o los jóvenes saben de la camaradería, que es un estilo y una ética que requiere generalmente de la violencia para manifestarse, porque es como un amor desesperado. El barrio primero y el sueño de la revolución después, me lo enseñaron.

"Lo van a encerrar y va a tener que rezar el rosario todos los días". Podía ser una burla o una reflexión melancólica, la de alguno de ellos. Quizá pensé que allá nadie me iba a hablar de usted como acostumbraban los "cortados", la pandilla más dura y elegante que haya habido jamás en esta ciudad -les aseguro que ni siquiera eran comparables con ellos los "ingleses" de la Pensil- esos cortados, casi una cofradía medieval, ciertamente en tiempos más ingenuos que ahora, pues en aquella época nadie se contrataba de sicario, ni pensarlo. Y los "pelones" de la Coltongo se drogaban, pero los "cortados" no, no, señor, sólo sabían ser camaradas y pelear, lo digo aunque me señalen ahora de idealizarlos.

La tarde transcurría lentamente, como sucede en las despedidas, pues los momentos que las componen siempre van despacio queriendo atrasar lo inevitable: la separación y la ausencia.

El internado significaba una disciplina extraña. Y no sabía si iba a regresar pronto con los míos. Esa partida anunciaba días opacos. Y yo sólo quería iniciarme como "cortado" y defender el barrio o atacar a los "pelones". No quería pensar en más futuro que ese. Pero me mandaban a otro lado y el bien que me querían hacer era un mal para mí.

Ya casi anochecía, las nubes rojizas encendían el crepúsculo. Entonces Octavio se levantó y me dijo que me acercara con él. Me tomó la mano y del bolsillo del pantalón sacó su navaja de empuñadura color marfil que se abría con el pulso de un botón y la puso en la palma de mi mano y de inmediato la cerró suavemente. "Tome, llévese esto al internado". Era como un hermano mayor...

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