Placeres cotidianos

AutorYessica Gass

Un gran mosaico de sazones, sabores y aromas culinarios ofrece el magistral Centro Histórico de la Ciudad de México que desde hace ya varios años se ha convertido en escenario de los más refinados deleites gastronómicos.

Tal es el caso del restaurante El Cardenal fundado en 1969 en la calle de Moneda número 2, donde en algún tiempo estuvo la Real y Pontifica Universidad de México.

A partir del descubrimiento de la Coyolxauhqui, diosa de la luna, en las excavaciones del templo Mayor, cambia a la calle de Palma número 23 entre Madero y 5 de mayo, en un edificio de estilo neoclásico.

"Este edificio anteriormente perteneció a la familia Limantur en el Porfiriato. A principios de los años 30 lo habitó una compañía que comercializaba energía eléctrica.

"En 1972 queda en total abandono y en 1984 lo adquirimos e iniciamos un proceso de restauración", explica Tito Briz Garizurieta, uno de los propietarios del restaurante.

El centro, comenta, es un lugar que alberga infinidad de restaurantes que ofrecen una cocina, en su gran mayoría artesanal. Nosotros nos hemos preocupado por ofrecer una culinaria heredada de familia.

"Siempre hemos pensado que las mesas se nutren de remembranzas del pasado. Por lo que la gastronomía que ofrecemos es sencilla, refinada y con toques contemporáneos que permiten al comensal disfrutar de los sabores de cada una de las diferentes preparaciones", comenta Briz, que ha conservado la tradición de las 'natas'.

En sus inicios, El Cardenal deleitaba con una cocina cien por ciento casera, modesta, fresca y popular.

"Mi madre, Oliva Garizurieta Pérez era originaria de Tuxpan, Veracruz. Mi padre Jesús Briz Infante, de Rosales en Morelia Michoacán, gustaban de la cocina casera.

"Recuerdo las mesas de mi casa vestidas siempre de manteles largos, en las que no faltaba nada. Siempre había chocolate amargo batido con molinillo, elaborado con leche fresca de establo recién hervida que a la hora de servirse parecía que en la taza se posaba un globo", narra Briz.

La leche, señala, era cubierta con una malla para evitar a los insectos y así proteger la nata. Esta nata se guardaba en recipiente de barro.

"En la mesa jamás podía faltar el canasto de pan dulce y salado de curiosas formas, como el de Zipécuaro, que vendía el panadero en su canasto a bicicleta. Esto era un verdadero placer cotidiano.

"Siempre había dos o tres muchachas que conocían los gustos de mi papá y las exigencias de mi mamá. No faltaba en casa, queso cotija, frijoles de...

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