DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Tlaxcaltecas

AutorCatón

Ama Zingrace, misionera al servicio de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que no sea en domingo), fue a misionar en lo más profundo del Continente Negro. Al poco tiempo de internarse en la selva ya no se supo de ella, de modo que la Iglesia envió una expedición a buscarla, encabezada por el audaz reportero Yelnats. Después de seis meses de caminata los expedicionarios dieron con una aldea de pigmeos. Le preguntó Yelnats al jefe de la tribu: "¿Han visto ustedes a una mujer blanca?" "Sí -contestó el hombre-. Una misionera". "Praise the Lord! -clamó exultante Yelnats-. ¿Cómo la encontraron?" Respondió el jefe de los aborígenes: "Muy dura"... El año del Señor de 1591 llegaron a mi ciudad, Saltillo, 400 familias de tlaxcaltecas. Los hizo venir don Francisco de Urdiñola para que dieran ejemplo de paz y de trabajo a aquellos "bravos bárbaros gallardos", los naturales que poblaban las serranías comarcanas. No se sometieron los belicosos aborígenes, y hasta bien entrado el siglo XIX siguieron hostigando a los habitantes del hermoso valle. Al final desaparecieron. Dijo un cronista antiguo: "Los acabaron, pero no los rindieron". Los tlaxcaltecas que vinieron no eran indios cualesquiera. Tenían los mismos derechos que concedía el rey de España a los hidalgos: podían usar el "don" antes de su nombre, llevar espada, montar a caballo, cortarse el pelo, y estaban exentos -para mí quisiera yo ese privilegio- de pagar impuestos. Todos los que llegaron descendían de Xicoténcatl, de quien se dice, igual que del sabio Salomón, que tenía 500 esposas y 500 concubinas. Alguien se ha preguntado qué les daría de comer. Yo más bien me pregunto con envidia qué comería él. Los tlaxcaltecas hicieron de esta tierra un paraíso. Ellos plantaron las feraces huertas que dieron a mi niñez sabor frutal, y que hasta hace pocos años rendían cosecha abundantísima de perones y membrillos, sápidos frutos que manos mujeriles convertían en las riquísimas cajetas cuyo aroma, salido de todas las cocinas, las ricas y las pobres por igual, perfumaban las calles de Saltillo en los últimos días del verano. También debemos a nuestros padres tlaxcaltecas el lujo del sarape, en cuya...

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