Primera víctima de la narcopolítica

AutorMiguel Ángel Granados Chapa

En su última Plaza Pública, publicada el viernes 14 de octubre de 2011, Granados Chapa se despidió de sus lectores con una frase: "esta es la última vez en que nos encontramos. Con esa convicción digo adiós". Pero entonces trabajaba afanosamente en la escritura de un libro sobre el periodista Manuel Buendía, que dejó inconcluso. Gracias al trabajo de su hijo Tomás Granados Salinas, del periodista Tomás Tenorio y sus editores, es posible un encuentro más entre Granados Chapa y los lectores, justo al cumplirse un año de su muerte. Con la autorización de la Editorial Grijalbo, se reproduce a continuación el primer capítulo de la obra.

La noche del 30 de mayo de 1984 José Antonio Zorrilla parecía haber cometido el crimen perfecto. Presidía el funeral de su víctima, Manuel Buendía, y se le había confiado la investigación del asesinato, perpetrado apenas horas antes por agentes a sus órdenes.

Agobiada por la cruenta y súbita desaparición de su esposo, su compañero durante treinta años, doña Dolores Ábalos no tenía ánimo para recibir las condolencias de las decenas, cientos quizá, de personas que desfilaban por la capilla ardiente, en Gayosso de Félix Cuevas, adonde Zorrilla dispuso que se velara el cadáver del periodista de quien se reputaba amigo. Habló primero con José Manuel, el mayor de los hijos de Buendía, quien transmitió a doña Dolores la noticia de que su padre había sufrido un percance. Cuando llegaron al despacho, ya había sido levantado el cuerpo, y Zorrilla les dio la terrible noticia.

Ante el azoro de la viuda, el director federal de Seguridad, jefe de la policía política del gobierno federal, organizó las exequias de Buendía, con gastos a cargo de su oficina. Dispuso que se le velara en la sede sur de la principal agencia funeraria de la ciudad, aunque se hallara a gran distancia del domicilio del finado, pues la escenografía que había montado requería de amplios espacios, donde circulara el gentío que debía verlo presidiendo el sepelio como si fuera el deudo principal. Con aguzado sentido teatral, deambulaba entre los dolientes, recibía el pésame y se gloriaba de su amistad con quien allí era velado. Vestía una gabardina azul, semejante a la que Buendía llevaba puesta horas antes, cuando lo alcanzaron las balas de un agente subordinado suyo. Dispuso también que el entierro ocurriera en Jardines del Recuerdo, en Tlalnepantla, y que fuera único orador al pie de la tumba el periodista León García Soler, ajeno por supuesto a la intriga con que Zorrilla se protegía a sí mismo.

Hacerse tan visible tenía el propósito no sólo de mostrar su pesar, para que nadie imaginara que él mismo lo había causado, sino también de provocar que al recibir en la agencia funeraria al presidente Miguel de la Madrid, su jefe en última instancia, le fuera confiada la indagación del crimen, a pesar de que la Dirección Federal de Seguridad (DFS) careciera de atribuciones legales para hacerlo. Cuando De la Madrid quiso, al dar esa instrucción en público, mostrar su interés por el pronto hallazgo de los homicidas de Buendía, bendijo los hechos que Zorrilla había construido y los que siguieron inmediatamente después. Supliendo al Ministerio Público, atolondrado y miedoso, la policía política se apoderó de la escena del crimen y dio los primeros pasos de una averiguación que correspondía a la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Así, la DFS realizó una contrapesquisa, pues eliminó indicios que condujeran a la verdad y erigió obstáculos que sólo al paso de muchos años pudieron ser removidos.

De la Madrid se enredó con el caso, no sabemos si entonces o años después, cuando dictó sus memorias a Alejandra Lajous. La procuradora Victoria Adato de Ibarra era su amiga personal (porque él lo había sido de su extinto marido, Manuel Ibarra), y el presidente escuchaba sus quejas sobre la intervención de Zorrilla y su versión sobre los móviles del crimen. De la Madrid incurría por eso en oscilaciones del ánimo, que dejó traslucir cuando publicó su libro Cambio de rumbo. Por un lado, esquivó abordar el tema en el apartado correspondiente a mayo de 1984. Luego, sin considerar que había encargado la indagación a la policía política, juzgó desdeñosamente que se trataba de un crimen cuyas motivaciones eran personales, no políticas. Escribió, ya avanzado junio, que la "tragedia" de Buendía

fue interpretada por todos, sin mayor cuestionamiento, como un hecho político. Los directores y el personal de los periódicos lo calificaron como un atentado al periodismo nacional y a la libertad de expresión. Los periodistas asumieron que su integridad física y moral estaba en peligro e hicieron cundir una sensación de temor e incertidumbre ante el futuro.

Al día siguiente del asesinato, un grupo conocido de periodistas formó un comité para vigilar que se llevara a cabo el esclarecimiento pleno del asunto. El primero de junio, la CTM demandó la expulsión del país de los agentes de la CIA y la aplicación rigurosa de la ley a los terroristas de la ultra-derecha, a los que atribuyó el homicidio de Buendía como parte de una estrategia para desestabilizar al país.

Respecto a Buendía, existe ahora la duda de que haya sido un profesional quien lo asesinó. La forma en que lo mataron, el lugar y la hora llevan a la policía a sostener la hipótesis de que seguramente fue un resentido por una ofensa directa. Sus argumentos suenan lógicos. La policía señala que un asesino profesional siempre tira a la cabeza, en tanto que Buendía...

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