La puerta falsa / El suicidado por la sociedad

AutorGuadalupe Loaeza

Es bien sabido que existen varios tipos de suicidas: los escapistas, los agresivos, los generosos y los lúdicos. ¿A cuál de estas categorías pertenecía Vincent van Gogh? Difícil saberlo. Para algunos de sus biógrafos, su suicidio se debió a un profundo desequilibrio mental; para otros, fue su último acto de libertad; sin embargo, hay quienes dicen que su determinación corresponde a una suerte de fatalidad, de destino. Respecto a las razones de los suicidas, el escritor Albert Camus escribió: "Nada más existe un problema filosófico realmente serio: el suicidio".

Lo que es un hecho irrefutable, como nos lo dice el sociólogo y filósofo presidente de la Asociación SOS Suicide Phénix France, el pastor Lestringant, es que el suicidio es un acto que cancela toda la posibilidad de la palabra. "Es la muerte la que le habla al suicida que está a punto de realizarlo, el suicidio imposibilita la palabra". Para no llegar a esos extremos, recordemos lo que nos dice el pastor: "Hay que decirse que la vida no es una evidencia, sino un don".

Pero vayamos con nuestro personaje de este domingo y preguntémonos por qué los cuadros de Vincent van Gogh (1853-1890) han llegado a ser tan valorados en todas partes del mundo. ¿Cómo pueden contemplarse por horas bajo un completo estado de asombro? ¿Será tal vez por la intensidad de sus trazos que parecen desgarrar el lienzo? ¿O por la brillantez de sus colores? Lo más probable es que tal impresión se deba en gran medida al movimiento y al relieve que caracterizan a sus cuadros. No cabe duda de que una de las grandes experiencias del arte es contemplar de cerca los cuadros de este maravilloso pintor holandés, que vivió y retrató los paisajes de Arles, Cordeville, Auvers-sur-Oise y cada uno de los lugares que recorrió a lo largo de su existencia.

Actualmente, nadie podría negar la importancia de Van Gogh ni la indiscutible calidad de sus cuadros. Por desgracia, casi nadie pensaba así cuando el pintor vivió en su Holanda natal, ni en Londres, ni en Francia. Ninguno de sus contemporáneos logró ver en él al gran pintor de su siglo y casi nadie hizo públicas sus opiniones acerca de su obra. Sólo el poeta y crítico francés Albert Aurier, quien escribía en la revista Mercure, se tomó la molestia de dedicarle una nota a la obra del autor de Los girasoles, ¡y lo hizo en enero de 1890, cuando a Van Gogh le quedaban apenas unos cuantos meses de vida! En esta reseña, Aurier decía: "Lo que caracteriza su trabajo es su exceso de vigor, de nerviosismo, su violencia de expresión, su frecuente simplificación de las formas, su insolencia de enfrentarse al sol directamente. (...) Su obra revela una poderosa personalidad, viril, desafiante, a menudo brutal, a veces ingenuamente delicada".

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