Rafael Ruiz Harrell / Dictadura de partidos

AutorRafael Ruiz Harrell

A lo largo de siete décadas vivimos bajo la dictadura de un partido, el PRI. Las elecciones del 2000 le abrieron la puerta a la posibilidad de que empezáramos a caminar hacia la democracia, pero los intereses creados y la brutal ineptitud de Vicente Fox y su gabinete, bloquearon la reforma del Estado imprescindible para lograrlo y el resultado, ahora, es que vivimos presos de una dictadura de partidos.

En la dictadura no se tiene derechos. Ese es su signo distintivo. En los tiempos de la dictadura priista, nuestros derechos electorales estaban reducidos a ir a depositar un voto que sólo servía para avalar lo que estaba decidido de antemano. Nuestra vida política languidecía en la especulación y en el chisme porque todo dependía de la voluntad de un solo hombre. Fuera de un PAN que servía, como siempre, de comparsa, resultaba imposible crear otros partidos: eran a tal grado abrumadoras las condiciones legales que debían cumplirse para constituirlos que no había entusiasmo ni organización capaz de satisfacerlas.

La necesidad de permitir la participación de otros grupos fue tan obvia después de la tragedia del 68, que el gobierno se vio obligado a abrir ciertas rendijas en la esperanza de que no pasara nada. El primer cambio legal importante tuvo lugar en 1977, al reformarse el 41 constitucional. A partir de ahí nuestra vida política empezó a despertar de su marasmo y se trazó una estrategia. El camino hacia la democracia tenía un punto de partida evidente: el primer paso era crear y fortalecer un sistema de partidos políticos que pudiera encauzar los intereses y las aspiraciones de una sociedad plural.

Poco a poco, a pasos inciertos, empezaron a desgajarse nuevos partidos del viejo tronco priista. Por desgracia, su novedad se redujo a siglas y emblemas. En el fondo eran clones que llevaban en su herencia genética los mismos vicios de origen: el hambre desmesurada; el revanchismo; la corrupción; la noción patrimonialista del servicio público; un egoísmo patológicamente infantil; la hipocresía ilimitada y, como el merengue que cubre un pastel, la convicción de que el poder existe para manipular e imponer, no para oír o entender.

La esperanza de un cambio enfrentó reiteradas frustraciones. Los partidos de oposición fueron ganando gobernaturas, mayorías legislativas y finalmente la Presidencia, pero la democracia no se dejó ver ni siquiera desde lejos. Los recién llegados no eran distintos a sus antecesores: tenían el mismo afán desmedido por...

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