Rafael Segovia / ¿Qué hará?

AutorRafael Segovia

Nadie puede decir qué motivó el voto por Calderón. No hubo ni entusiasmo ni convencimiento ni simpatía. Debemos remitirnos al miedo, al temor despertado por una campaña de desprestigio de su rival, apoyada en motivos clasistas, en los más elementales temores de quienes ven amenazados unos bienes y una situación ganados sin el convencimiento de merecerlos. Fragilidad de clase media y angustias constantes, en un mundo cada vez más inseguro, sin más garantía que la benevolencia de una clase gobernante, única capaz de sostener situaciones pendientes del aire, aunque las garantías suelen ser de corta duración. Sólo se puede pensar en un origen común negativo. Se votó -quienes lo hicieron por el candidato panista- no por él sino en contra de López Obrador. Que un naco, un lépero, un semianalfabeto llegara a la Presidencia era regresar a 1910, al triunfo de la plebe, de los sombrerudos civilizados poco a poco y que con el paso de los sexenios habían cedido el paso a unos nuevos funcionarios llamados no se sabe por qué tecnócratas. Lo único seguro es que estos nuevos gobernantes eran lo opuesto a lo representado por López Obrador y el PRD.

Hasta qué grado influyó el caso de Pasta de Conchos, de Sicartsa, de Napoleón Gómez Urrutia, es difícil por no decir imposible de medir. Como tampoco se conocen los juegos y rejuegos de Vicente Fox y la señora Marta, ni las apuestas de las asociaciones empresariales, religiosas y otras pseudopolíticas, aterradas por el avance de posiciones mal conocidas pero situadas innegablemente a la izquierda. Esa percepción clasista más que política se concreta en la candidatura de Calderón. Se sabe con mirar a los suyos, con ver una sola de sus apariciones en la televisión.

Volvemos a lo de siempre: para ser Presidente lo primero es parecerlo. Calderón no parece ni de lejos, menos aún de cerca, un Presidente. Su aspecto de clase media total, su corrección vestimentaria sin elegancia -para la que se necesita soltura-, su sonrisa helada, su palabra aprendida y ajena a cualquier espontaneidad, el halo de inseguridad que le rodea, revelan al empleado alto y obediente, poco o nada imaginativo, siempre atento al ceño de su jefe, y con un ojo siempre puesto en el escalafón. El atrevimiento no se le da. La prueba la hemos visto en sus silencios, en la búsqueda desesperada de la mano amiga capaz de sacarlo de una soledad agobiante. La ruptura del silencio se convierte de inmediato en bravuconería, que es la actitud natural del...

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