Rápido

AutorAli Smith

Cuzaba el vestíbulo de la estación de King's Cross, esquivando a las multitudes y hablando contigo por teléfono, cuando casi tropiezo con la Muerte.

Lo siento, le dije.

¿Qué es lo que sientes?, dijiste en mi oído. La Muerte sonrió y se detuvo a un lado, como si esperase.

Ahora no puedo parar, estoy hablando por teléfono, le dije.

¿Con quién hablas?, preguntaste.

No me esperaba a la Muerte. Era un hombre de mediana edad, apuesto y un poco calvo que vestía un traje tan pálido que parecía contrito; resultaba vagamente reconocible, tenía el aire vagamente artístico de un ejecutivo de la BBC de los tiempos en que la televisión todavía prometía tanto decencia como ambición estética, de los tiempos en que sus dramas eran valientes y se podía confiar en que las noticias de la noche trataran de lo que en realidad ocurría en el mundo y no de índices de audiencia, dinero ni protocolos de la cadena. Pero aquellos tiempos habían terminado y ambos lo sabíamos, y en cualquier caso yo los idealizaba, me dijo su sonrisa, melancólica si bien civilizada.

El hombre sonrió y mi teléfono murió. Lo miré: la pequeña pantalla estaba negra. Hacía un momento me contabas tu día en el trabajo y me decías que me esperabas en casa. Yo te decía que estaba cruzando el vestíbulo, que seguramente cogería el tren rápido, que llegaría a eso de las ocho y que de camino compraría comida india para llevar. Estábamos hablando de bhajis de cebolla.

Zarandeé el móvil. La pantalla siguió negra. Me lo acerqué a la oreja, pero solo sonaba a teléfono apagado, al sonido del plástico y el vacío. Apreté el botón de encendido. Nada. Me abrí paso en diagonal entre la multitud hasta llegar a la pared y golpeé el teléfono contra ella, primero con suavidad y luego más fuerte. Fue inútil. Levanté la vista para evitar mirar a mi alrededor, para evitar mirar a la Muerte a la cara. En lo alto de la pared, por encima de los escaparates de las tiendas y de las personas que subían y bajaban de los trenes, vi la única hebra de una planta que asomaba entre el ladrillo victoriano. Estaba en flor.

Volví a mirar mi móvil. ¿Oiga?, dije al diminuto agujero de la base del teléfono, por si todavía podías oírme.

Eché a andar. El caballero que era la Muerte andaba a mi lado, pulcro y tímido. Lo ignoré durante todo el trayecto hasta los andenes nueve a once, donde te llamé desde una cabina pública.

Has colgado, me dijiste. ¿Quieres los bhajis o no?

Mi móvil ha muerto. Oye, ¿estás bien?, pregunté.

Perfectamente...

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