Regresa al laberinto

AutorFernando de Ita

Hace 20 años, Juan José Gurrola estrenó su primera versión escénica de Pasifae, de Henry de Montherlant (1896-1972), con el prólogo y la traducción de Raúl Falcó, que ha usado nuevamente en su segundo montaje sobre la tragedia de la madre del Minotauro, escrita en 1928. Aquel simulacro estaba más cerca del cuadro plástico que de la creación dramática, tal vez porque era una obra de encargo para el Museo Tamayo, que aún era patrocinado por Televisa. James Metcalf y Ana Pellicer hicieron una escultura en latón y cobre llamada La máquina de Dédalo, que ahora está en la portada del programa de mano, y diseñaron con Gurrola un vestuario metálico que convertía a Fuensanta Zertuche en una nodriza egipcia-maya-quiché, y a Vera Larrosa en una figura de museo, sólo en apariencia, porque leo en mis notas de entonces que Vera estaba formidable como la reina de Creta que no puede controlar su voluptuoso deseo por el toro blanco en el que se convirtió Zeus para seducir a Europa.

Aquella primera lectura del poema dramático de un autor más conocido como novelista que como dramaturgo, quien luego de una existencia colmada de orgullo aristocrático terminó por suicidarse, tocaba por encima el conflicto del deseo absoluto que pone a la criatura humana al borde de sí misma. Desde Corneille, los escritores franceses han recreado los mitos helénicos para dar a la tragedia y la comedia clásicas la dimensión poética de su lugar y de su tiempo. Con Pasifae, Montherlant quiso expresar la desmesura de su propio deseo que lo colocaba, al menos en su mente, por encima del resto de los mortales, y lo hizo con tan buena prosa que André Gide juzgó su texto como uno de los escritos más bellos del primer cuarto del siglo 20.

Pasifae es, en consecuencia, un texto para Juan José Gurrola, uno de los artistas más engreídos del siglo 20 mexicano, porque pocos hacedores de ficción aman, como él, la simulación de la vida que es el teatro. En los últimos años, el director que inició su periplo escénico en 1957 ha dejado en claro que los nueve lustros que lleva en el teatro no han desgastado sino afinado su percepción dramática. En 1983, Malka Rabel se quejaba de la repetición de clichés eróticos y teatrales en los que había caído nuestro personaje, para reconocer enseguida que la primera versión de Pasifae le había devuelto el gusto por el teatro gurroleano. De haber visto este segundo montaje, habría compartido la quintaesencia de un artista que logra tocar las cuerdas más íntimas...

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