Una reliquia para la eternidad

AutorRafael Aviña

En el epicentro de los casos no resueltos, la barbarie misógina y el misterio sensual que emana el cine negro o film noir, se encuentra La Dalia Negra. El sólo mencionar su sobrenombre evoca por igual las imágenes forenses más espeluznantes, la idealización de la Meca del cine y los oscuros y sórdidos callejones de una ciudad como Los Ángeles, en cuyas colinas aún permanecía el letrero original de Hollywood- land, como recuerdo de la que es quizá la mayor y más siniestra fábula de sexo enloquecido, muerte atroz y obsesión necrófila. Las fotografías de su cuerpo diseccionado y colocado artísticamente sobre la hierba de un terreno baldío en la intersección de las calles 39, Norton y Coliseum despiertan los horrores más primigenios y salvajes: es el desierto de Juárez y los campos de exterminio. Es La masacre de San Valentín y La matanza de San Bartolomé. Es Eros y Thanatos en su expresión más abstracta y más realista al mismo tiempo. Es Freaks, de Tod Browning, con su terrible galería de monstruos humanos, algunos naturales y otros esculpidos a golpe de cuchillo y, a su vez, es Laura, de Otto Preminger: el cadáver que potencializa obsesiones y del que uno acaba perdidamente enamorado, como le sucedía a Dana Andrews, en su papel de policía fascinado con la pintura de la hermosa Laura, asesinada y con el rostro desfigurado.

Lo más insólito, no fue en sí el brutal asesinato de esa joven aspirante a actriz que emitía códigos equivocados en los hombres, sino las fantasías, teorías y especulaciones que desató antes y después del descubrimiento de su cuerpo lacerado, al que se le drenó la sangre y le manipularon sus órganos, y cuyas mutilaciones en piernas y senos se extendían a su rostro, al que a fuerza de cuchillo el asesino le tatuó una sonrisa permanente, como último acto necrófilo de grand guiñol.

En efecto, el sacrificio de Elizabeth Short, atractiva joven de 22 años, de ensortijada cabellera negra, que solía vestir del mismo color y colocarse dalias en el cabello, rebautizada por la prensa como La Dalia Negra, un apodo que la devaluaba y deshumanizaba al mismo tiempo -y que coincidía a su vez, con el estreno de La dalia azul (1946), dirigida por George Marshall-, congeló el tiempo. Su crimen público se trastocó en objeto de culto privado de hombres y mujeres, de policías y escritores, de periodistas, asesinos, niños y artistas, atraídos por un fantasma cuya leyenda continúa en ascenso.

En enero de 1947, mientras en México los titulares de...

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