Sor Juana, víctima de la peste

AutorAntonio Bertrán

Los muros de los monasterios virreinales no protegían a sus moradores de las epidemias. Incluso el voto de clausura, que obligaba a las monjas a vivir en "perpetuo encerramiento", podía ser una condena de muerte cuando, en la comunidad, aparecía "un mal que anda", un brote contagioso.

En las primeras semanas de 1695 la "fiebre pestilencial" burló la muralla del convento de San Jerónimo de la capital de la Nueva España y en cuatro meses cobró la vida de, al menos, seis religiosas entre las que estaba la más célebre de sus inquilinas.

A la tres -o cuatro- de la mañana del domingo 17 de abril de hace 325 años, el cuarto jinete del Apocalipsis segó la vida de Sor Juana Inés de la Cruz. Tenía sólo 46 años.

"Recibió muy a punto los Sacramentos con su celo catolicísimo", aseguró su primer biógrafo -o hagiógrafo-, el jesuita Diego Calleja. Sin embargo, la llamada Musa Décima no tuvo una muerte dulce.

"Había calenturas, había sudores, había muchos problemas en cuanto a la estabilidad de la persona, y (los 'apestados') morían, a veces, en medio de dolores muy fuertes", ilustra, vía telefónica, el historiador de la ciencia Elías Trabulse.

Flujo de sangre por nariz (epistaxis), boca y oídos, "grave incendio en todas las entrañas", como "tener un volcán de fuego en el estómago", bubones retroarticulares e inguinales eran otros síntomas asociados al mal también conocido como matlazahuatl, tabardillo o tifo exantemático, explica Miguel Ángel Cuenya en Puebla de los Ángeles en tiempos de una peste colonial (El Colegio de Michoacán/BUAP, 1999).

Hay consenso en que dichos términos referían una enfermedad grave aunque, aclara Trabulse, no son sinónimos estrictos: "No existe un diagnóstico de cuáles eran realmente las características de la enfermedad, todas se parecían y les daban nombres diferentes, muchas veces, siendo la misma, o el mismo nombre siendo diferentes".

Aunque tenía una celda amplia -comprada en 1692, con autorización del Arzobispo Francisco Aguiar y Seijas, y gracias a los frutos de los préstamos que hacía a banqueros de la época-, Sor Juana debió ser aislada en la enfermería del convento.

Designada como "enfermera", alguna de sus hermanas la auxilió durante unos nueve días antes del irremediable final, igual que ella había hecho con otra "apestada" hasta contagiarse; "enfermó de caritativa", la elogió Calleja.

Tras confesarse, requisito para ser visitada por el médico, la monja poeta debió ser tratada con los remedios usados entonces para la "fiebre pestilencial", tan variados como ineficaces; muy parecidos, por cierto, a las "curas mágicas" contra el coronavirus, como el "aceite del ratero", sólo "maravillosas para un anecdotario del humor negro", opina Trabulse.

En La muerte de sor Juana...

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