Los tapatíos y otros desastres naturales

AutorClaudia Ruiz Arriola

Entre lo que José Martí llamó los "criollos exóticos" de América Latina, los tapatíos tenemos un lugar especial.

Hechos, según el folclor, a imagen y semejanza del charro mexicano, somos mundialmente famosos por tradiciones y mitos que en la Guadalajara de hoy sólo existen en las postales turísticas y las revistas de los aviones. Para empezar no hay calandrias por doquier, ni la nuestra es una ciudad amable como reza su lema, ni nos distinguen las rosas que otrora fueran el emblema de la Perla, ni mucho menos huele a tierra mojada como pregona la canción. Guadalajara, como cualquier metrópoli de homo sapiens motorizados, es hostil, tiene más cemento que flores y emana aromas típicamente urbanos que van desde la torta ahogada hasta los vapores flatulentos de la Cuenca del Ahogado, involuntario desagüe de la cuidad.

Pero si Guadalajara no es como la pintan, los tapatíos son fieles a su fama. Dice la leyenda que el nombre "tapatío" nos lo dio una popular monedita de oro que circulaba en la Colonia. Pero ese cuento, como todas las historias tapatías, hay que tomarlo cum grano salis -con un grano de sal, al estilo de los escépticos romanos-, pues las moneditas de oro a todos agradan, y el tapatío actual no destaca por su popularidad entre la fauna azteca. Más bien, dicen las malas lenguas, el mote se lo debemos a la llegada inoportuna de unos visitantes a la casa donde los miembros de una familia se deleitaban con exquisitas viandas y vinos generosos. Al ver que las visitas eran muchas y venían hambreadas, el anfitrión se puso a cubrir apresuradamente los manjares para evitar compartirlos, al tiempo que ordenaba a su pariente: "¡Tapa, tío! ¡Tapa, tío!".

El clásico tapatío

No por mal intencionada la anécdota deja de tener razón. A diferencia del regio, de quien se dice es alérgico a gastar, al tapatío no es desembolsar lo que le duele, sino tener que compartirlo. Al clásico tapatío lo distingue una peculiar forma de convivencia que simultáneamente le exige presumir lo que no tiene y ocultar lo que es suyo. De hecho, como al protagonista de la anécdota, al clásico tapatío no le gustan las visitas sorpresa, pues quien arriba sin anunciarse puede encontrar al anfitrión y su hábitat "al natural" y eso, en una ciudad que vive por y para las apariencias, es fatal. De ahí que en los hogares tapatíos las visitas se anuncien con días de anticipación, permitiendo a los anfitriones montar el escenario, ensayar los diálogos y esconder las tramoyas de la vida cotidiana. Adicionalmente y de acuerdo con una regla no escrita del Manual de Carreño local, es de modales exquisitos llegar como mínimo una hora tarde, permitiendo a los anfitriones recoger todo lo feo, lo despostillado, lo del uso diario y reponerlo por las cosas "mejorcitas": vajilla, adornos, utensilios comprados con el único fin de deslumbrar.

La diversión de un tapatío sigue la misma lógica teatral. Buena parte del ingreso de una familia típicamente tapatía se va en cuotas de pertenencia, un impuesto revolucionario que los pater familias pagan con tal de estar "in". En promedio, un tapatío de este sector mantiene dos casas de veraneo -sierra y playa-, hace aportaciones millonarias a los clubes de golf o hipismo de abolengo y frecuenta espectáculos de estratosféricos precios, aun cuando del repertorio de un tenor internacional el tapatío medio no reconozca ni disfrute más que "O sole mio" y "Granada". Pero sin duda el pasatiempo favorito de los habitantes y las habitantas de Guadalajara es la heráldica. Descifrar los blasones del árbol genealógico del interlocutor es el procedimiento estándar -ISO 9000- de la etiqueta tapatía. Además de permitir identificar a la persona, conocer su pedigrí hasta la generación del Arca de Noé, permite demostrar que uno es más tapatío que él.

Si se pudiera resumir la máxima aspiración del tapatío en una palabra, habría de decir pertenencia. Con...

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