'El Tercer Reich'

AutorRoberto Bolaño

17 de septiembre.

Salí del hotel a las cinco de la tarde, después de hablar por teléfono con Conrad, de soñar con el Quemado y de hacer el amor con Clarita. La cabeza me zumbaba, lo que atribuí a falta de alimentos, por lo que encaminé mis pasos a la parte vieja del pueblo dispuesto a comer en un restaurante al que ya había echado el ojo. Lamentablemente lo encontré cerrado y de pronto me vi andando por callejuelas que nunca había pisado, en un barrio de calles estrechas pero limpias, de espaldas a la zona comercial y al puerto de los pescadores, cada vez más absorto en mis pensamientos, entregado al simple goce del entorno, ya sin hambre y con ánimo de prolongar el paseo hasta el anochecer. En esta perspectiva estaba cuando escuché que alguien me llamaba por mi nombre. Señor Berger. Al volverme vi que se trataba de un muchacho cuyo rostro, aunque vagamente familiar, no reconocí. Su saludo es efusivo. Pensé que podría tratarse de alguno de los amigos que mi hermano y yo hicimos en el pueblo diez años atrás. Tal posibilidad me hace de antemano feliz. Un rayo de sol le da justo en la cara, por lo que el muchacho no deja de parpadear. Las palabras salen a borbotones de su boca y difícilmente comprendo una cuarta parte de lo que dice. Sus dos manos extendidas me sujetan por los codos como para asegurarse de que no me escabulliré. La situación tiene visos de prolongarse indefinidamente.

Por fin, exasperado, le confieso que no consigo recordarlo. Soy el de la Cruz Roja, el que lo ayudó con los papeleos de su amigo. ¡Nos conocimos en aquellas tristes circunstancias! Con ademán resuelto extrae del bolsillo una especie de carnet arrugado que lo identifica como miembro de la Cruz Roja del Mar. Resuelto todo, ambos suspiramos y nos reímos. Acto seguido soy invitado a tomar una cerveza que no tuve reparos en aceptar. Con no poca sorpresa me di cuenta de que no iríamos a un bar sino a la casa del socorrista, a pocos pasos de allí, en la misma calle, en un tercer piso oscuro y polvoriento. Mi habitación en el Del Mar era más amplia que aquella casa en su conjunto, pero la buena voluntad de mi anfitrión suplía las carencias materiales. Su nombre era Alfons y según dijo estudiaba en una escuela nocturna: el trampolín para instalarse después en Barcelona. Su meta: convertirse en diseñador o pintor, misión imposible se la mirara por donde se la mirara, a juzgar por su ropa, por los carteles que vendaban hasta el último trozo de pared, por el amasijo de...

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