Territorios / Nuestros derechos

AutorSantiago Gamboa

Muy pronto, el 10 de diciembre, cumplirá 70 años uno de los documentos más poéticos creados por el hombre: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en París en 1948.

Digo poético, porque ese texto fue el culmen del humanismo moderno: hijo del sufrimiento de dos guerras mundiales y del terrorífico holocausto, hijo de la locura de Occidente, hijo de las cloacas de la historia y de las interminables derrotas del hombre unidimensional. Luego de que las sociedades dieran rienda suelta a su capacidad para aniquilarse, y tras abrir los ojos después de la suprema destrucción, tal vez se sintieron culpables. Como quien se despierta de una estrepitosa borrachera y descubre que tiene las manos manchadas de sangre, que su casa está incendiada y nadie responde a sus llamados. ¿A dónde se fueron todos? Fue así que ese hombre, abatido, se recostó en posición fetal y añoró la sumisión, ser protegido y a la vez castigado; que algo superior a él lo protegiera y le impusiera límites. ¿A dónde se fueron los dioses? ¿Por qué todo está tan silencioso allá arriba? Nadie. Los líderes del mundo debieron mirarse a los ojos, tragarse su derrota o su vergüenza y empezar a confiar de nuevo en ellos mismos, pues supieron que estaban irremediablemente solos. Nadie lo haría por ellos. Y redactaron ese manifiesto humano, hijo de la revolución francesa y de la idea del hombre universal. Y 48 países votaron por él, incluidos, por supuesto, Colombia y México. Incluida toda América Latina, a excepción de Honduras.

Pero en las siguientes décadas esa misma América Latina decidió borrar con el codo lo que había escrito y aceptado con la mano. Las dictaduras escupieron sobre cada uno de los artículos de la Declaración Universal y los derechos humanos. Videla, el matarife que dirigió la junta de gobierno militar en Argentina, se burló de ellos diciendo: "los argentinos somos derechos y humanos", como queriendo decir: "nos vale huevo...

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