De Memoria/ Tiempo detenido

AutorSealtiel Alatriste

26 de julio de 1953:

Asalto frustrado al cuartel Moncada por un grupo rebelde, encabezado por el abogado Fidel Castro, para derrocar al dictador cubano Fulgencio Batista.

El escenario es el siguiente: frente a un amplio ventanal está colocada la barra de un bar de forma ondulante; a un lado queda la sala, amueblada con un juego de sillones de tres piezas que describen un medio círculo; al centro, una mesita que imita un riñón. El lado de la sala se ilumina con lámparas de cristal biselado empotradas en la pared, y el bar con la deslumbrante luz del mar Caribe que se filtra por el ventanal. Me encuentro en un departamento de La Habana, a principios de 1996, pero parece que regresé al año 54. La impresión es (no quiero exagerar) brutal y divertida. La Habana se estaba viniendo abajo, al punto que algunas esquinas parecían bombardeadas y los techos de varias mansiones de El Vedado se caían en pedazos por falta de mantenimiento. Y, sin embargo, ese departamento daba la sensación de emerger, como un oasis, entre tanta ruina. Todo se debía a que el Gobierno había autorizado a los particulares a abrir restaurantes en sus casas, "paladares" los llamaban, y muchas familias empezaron a remodelar sus casas, sus departamentos, para atender a los turistas.

Hubo (no sé si actualmente sigan existiendo) paladares para todos los gustos y, perdón la redundancia, todos los paladares. Los más populares estaban en las callejuelas de La Habana vieja, otros surgían en medio de jardines tropicales y presumían de su cocina europea, y, en los más espectaculares, los cubanos usaban lo que habían guardado con celo por cerca de 40 años: las vajillas francesas, los juegos de copas de Murano y los cubiertos alemanes de acero inoxidable. Si algo demostraban los paladares era que el sentido decorativo cubano se detuvo a finales de los 50 y que, con todos sus beneficios, la Revolución no hizo nada para mejorar su debilidad por la línea curva (hablo de los muebles, no de los cuerpos de las mulatas). En el paladar al que me referí al principio, las únicas líneas rectas eran las de las paredes y el techo; el resto consistía en un amasijo de formas ondulantes: desde el perfecto medio círculo de las lámparas, hasta los retorcimientos ambiciosos de la mesilla de centro. No era una estancia bella sino desconcertante, seductora y provocativa.

Estando ahí, no pude evitar sino acordarme de mi padrino Gregorio Flores Esponda. Un día nos invitó a conocer su casa de San Angel Inn. La...

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