Una tierra prometida

AutorBarack Obama

Tras dos años de su mandato como el más prominente de los diplomáticos del mundo, Ban Ki-moon aún no había dejado mucha huella en el escenario global. En parte, esto se debía a la naturaleza de su trabajo: aunque el secretario general de la ONU dirige una organización con un presupuesto de miles de millones de dólares, una extensa burocracia y un montón de agencias internacionales, su poder está en gran medida condicionado, y depende de su capacidad para dirigir a ciento noventa y tres países hacia algo mínimamente parecido a una dirección común. El perfil relativamente bajo de Ban también era consecuencia de su estilo discreto y metódico: una visión nada creativa de la diplomacia que sin duda le había dado excelentes resultados durante sus treinta y siete años de carrera en el servicio exterior y el cuerpo diplomático de su Corea del Sur natal, pero que contrastaba de forma marcada con el refinado carisma de su predecesor en el cargo, Kofi Annan. No acudías a una reunión con Ban esperando oír historias fascinantes, comentarios ingeniosos o ideas deslumbrantes. No te preguntaba cómo estaba tu familia ni contaba detalles de su propia vida fuera del trabajo, sino que, tras un vigoroso apretón de manos y un repetido agradecimiento por reunirte con él, Ban se lanzaba de cabeza a una sucesión de temas a tratar y datos anecdóticos, expresados en un inglés fluido pero con fuerte acento y empleando la jerga seria y previsible de un comunicado de la ONU.

A pesar de su falta de chispa, acabé sintiendo afecto y respeto por él. Era honesto, directo y de un optimismo irreprimible, alguien que en varias ocasiones se plantó ante la presión de los estados miembros para defender las reformas que la ONU tanto necesitaba y que de manera instintiva sabía ponerse del lado correcto en cada asunto, aunque no siempre tuviese la capacidad de convencer a otros para que hicieran lo mismo. Ban era también persistente; en particular en la cuestión del cambio climático, que se había marcado como una de sus prioridades. La primera vez que nos reunimos en el despacho Oval, menos de dos meses después de que yo hubiese accedido al cargo, empezó a presionarme para que asistiese a la cumbre de Copenhague.

"Su presencia, señor presidente -me dijo-, enviará una potentísima señal sobre la urgente necesidad de la cooperación internacional en relación con el cambio climático. Potentísima".

Le había explicado todo lo que teníamos pensado hacer en el ámbito interno para reducir las emisiones estadounidenses, así como las dificultades para que el Senado aprobase en el futuro próximo un tratado del estilo del de Kioto. Describí nuestra idea de un acuerdo provisional, y cómo estábamos formando un "grupo de grandes emisores", aparte de las negociaciones auspiciadas por la ONU, para ver si hallábamos puntos de encuentro con China sobre la cuestión. Mientras yo hablaba, Ban asentía con educación, y de vez en cuando tomaba alguna nota o se colocaba las gafas. Pero nada de lo que dije lo distrajo de su misión principal.

"Con su crucial implicación, señor presidente -dijo-, estoy convencido de que podemos hacer que estas negociaciones desemboquen en un acuerdo satisfactorio".

Y así siguió durante meses. Daba igual cuántas veces insistiese en mi preocupación ante el cariz que estaban tomando las negociaciones auspiciadas por la ONU, daba igual lo tajante que fuese sobre la posición estadounidense sobre un tratado vinculante al estilo del Protocolo de Kioto, Ban siempre recalcaba la necesidad de que estuviese presente en diciembre en Copenhague. Sacó la cuestión a colación en las reuniones del G20. Lo hizo también en los encuentros del G8. Finalmente, en la sesión plenaria de la Asamblea General de la ONU, en septiembre en Nueva York, di mi brazo a torcer y prometí al secretario general que haría todo lo posible por acudir, siempre que pareciese probable que de la cumbre saliese un acuerdo que yo pudiese aceptar. Después, me volví hacia Susan Rice y le dije que me sentía como una adolescente a quien han estado presionando para que vaya al baile de graduación con el empollón que es demasiado bueno como para decirle que no.

Cuando llegó diciembre y se inauguró la conferencia de Copenhague, parecía como si mis peores temores se estuvieran haciendo realidad. En el ámbito interno, aún estábamos esperando a que el Senado pusiese fecha a la votación sobre la legislación de topes e intercambios de emisiones, mientras que en Europa la negociación del tratado había llegado a un primer punto muerto. Habíamos enviado a Hillary y a Todd como avanzadilla para que intentasen recabar apoyos para nuestra propuesta de acuerdo provisional y, por teléfono, describían un escenario caótico, en el que los chinos y los líderes de otros países del BRIC se habían plantado en su posición, los europeos estaban frustrados tanto con nosotros como con los chinos, los países más pobres clamaban por una mayor ayuda económica, los organizadores de la conferencia daneses y de la ONU se sentían desbordados y los grupos ecologistas...

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