Una urbe 'metronatural'

AutorAdalberto R. Lanz

Seattle es para quienes desean viajar a una gran población estadounidense sin que ello signifique caminar por avenidas sembradas de rascacielos, centros comerciales y escenarios de película taquillera. Y es que, a pesar de que aquí también se podría utilizar la frase de “atractiva para todos los gustos”, para describirse, Seattle se esfuerza más por ser auténtica y mostrar todo aquello que la diferencia de otras metrópolis de su país. Seattle es el sitio ideal para quienes ya palomearon Nueva York y San Francisco en su lista de deseos y que ya han tenido suficiente de sitios inclinados únicamente al “shopping”.

Travesía con propósito

Viajé a Seattle con la expectativa de visitar una ciudad pequeña, rodeada de bosque, ambientada por buena música y con una atmósfera de tranquilidad; pero, para mi satisfacción, no sólo atiné a mis pronósticos, sino que descubrí aspectos asombrosos que la convirtieron en uno de mis destinos preferidos de Estados Unidos.

Salí a la calle con un paraguas y, por naturalidad, más que por suerte, como suele ocurrir en esta zona del mundo, el cielo pausó su racha de llovizna. Caminé partiendo de mi hotel con rumbo al mercado de Pike Place, y de inmediato obtuve las primeras impresiones de una localidad que no puede negar su pertenencia a la cuenca pacífica.

Las calles empinadas que descienden hasta el agua como resbaladillas bordeadas por edificios y árboles me recordaron escenas de “Harry el Sucio”, y por momentos algunos ángulos me transportaron a Vancouver. Soplaba una brisa fresca y se podían ver las embarcaciones que cruzaban hacia mar abierto, deteniéndose en las islas vecinas en el estrecho Puget.

En menos de cuatro minutos a pie, durante los cuales pasé frente a tres cafeterías, llegué al mercado vistosamente identificado por un enorme letrero de neón. Entré a Pike Place (www.pikeplacemarket. org) con la cámara desenfundada y procuré ser discreto al retratar el momento en que un par de comerciantes se lanzaban salmones por el aire, de un puesto a otro. Caminé intentando que nadie se percatara de mi cámara ya que, al disparar, no quería poses ni rostros inquisidores. Después de captar tres o cuatro tiendas, entre pimientos, velas de cera de abeja y decenas de cangrejos del Mar de Barents (Alaska), unos locatarios me descubrieron y, en lugar de preguntar para quién eran las fotos, comenzaron a posar sonrientes y a llamar a los amigos de negocios vecinos.

Pasé casi dos horas tomando a la gente del mercado y, al salir, con una amabilidad inexplicable a cuestas, teoricé acerca del origen de ta les sonrisas. Agradar al turista fue lo único que se me ocurrió, aunque después supe que había algo mucho más importante.

Crucé a la acera de enfrente para tomar café y fotos en la tiendamadre de la cadena Starbucks. Al buscar el ángulo ideal para la típica imagen del recuerdo, aparecieron al otro lado de mi visor, como algo más que una simple casualidad, un par de sonrientes empleados dela sirena de las dos colas...

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