El viaje a casa

AutorFrancisco Morales V.

Exasperado, Bob Dylan se palpa las bolsas del saco de tweed en busca de su caja de cerillos, balanceando un cigarro en la boca. Apenas ha respondido una pregunta -y a medias-, pero la prensa ya consiguió irritarlo.

"¿Usted se consideraría más un poeta o un cantante?", le pregunta Michael Grieg, reportero del San Francisco Chronicle. Dylan se quita el cigarro de la boca y esboza una sonrisa burlona; es decir, una advertencia.

"¿Qué te puedo decir? Como un hombre de song-and-dance. ¿Qué tal eso?", responde. La expresión, que produce risa entre el séquito de amigos de Dylan -pero nada de gracia al periodista-, lo mismo designa a un género escénico similar al vodevil que a una explicación larga, poco pertinente y no deseada.

Es 1965 y el joven cantautor de 24 años, muy a regañadientes, está en la cúspide de su fama. Acaba de lanzar el Highway 61 Revisited, el álbum que contiene Like a Rolling Stone, y se ha visto obligado a ofrecer una conferencia de prensa en una estación de televisión pública en California.

Para entonces, Dylan experimentaba una racha creativa que prácticamente cimentaría su legado por siempre. A su edad, ya ha publicado seis discos de estudio -todos, clásicos- y entregado al público la mayoría de sus himnos más perdurables, como Blowin' in the Wind, Masters of War, The Times They Are a-Changin', Mr. Tambourine Man y Desolation Row.

Son canciones antibélicas, sobre el camino, sobre la imposibilidad del amor, la necesidad de cambio y sobre una sociedad mezquina, contradictoria y caótica que puede hacerlo mucho mejor.

El desencuentro con la prensa, que se esforzó en tomarlo en serio, se ha vuelto célebre como una muestra del humor cáustico de Dylan, su rapidez con el lenguaje, tanto para herir como para conmover, y su profundo deseo de evitar los reflectores.

Lisa Hobbs, quien reportó para el San Francisco Examiner, describió el encuentro con la prensa como una "más bien estéril autopsia mental". Sea lo que fuere, ahí ha quedado patente la extrañeza que, en su mejor momento creativo, Dylan causaba en el mundo.

Ese muchacho delgado -"anémico", en palabras de Grieg- que se burlaba de ellos, ¿quién era? ¿Un poeta, un charlatán u otro desechable ídolo pop del momento?

Cincuenta y un años después, la Academia Sueca volvería a levantar el polvo de esa incógnita con un breve enunciado: "El Premio Nobel de literatura 2016 ha sido otorgado a Bob Dylan por haber creado nuevas expresiones poéticas en el marco de la gran tradición musical americana".

A diferencia del año pasado, cuando la bielorrusa Svetlana Alexievich mandó al mundo entero a Google a teclear su nombre, esta vez ganó un nombre de casa.

No sólo eso. Toda su bibliografía completa, por decirlo de alguna manera, está disponible en su página oficial de internet, a través de una minuciosa lista de canciones donde se informa el año de aparición, el álbum en que se encuentra cada una, las veces que ha sido interpretada en vivo y, desde luego, la letra.

Es de esperarse que los anónimos miembros de la Academia sabían lo que se les vendría con la elección. Irremediablemente polémica, ésta pondría sobre la mesa una discusión sobre los límites de la literatura, sus recovecos y desviaciones.

¿Merecía un cantante popular estar al lado de Thomas Mann, Jean Paul Sartre y Octavio Paz...

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