Una vida esperando el fin (III)

AutorDaniel de la Fuente

Enviado

LIVINGSTON, Texas.- Un hombre enjuto y de piel casi transparente aguarda con las manos en las mejillas y la mirada taciturna al otro lado del vidrio, en el locutorio 23 de la Unidad Allan B. Polunsky, en esta población texana.

Contrario a las imágenes de él en archivos, de melena negra, barba crecida, e incluso robusto, esta vez César Roberto Fierro Reyna, de 51 años y originario de Ciudad Juárez, luce cabello entrecano pegado al cráneo y rala barba de candado.

Con 28 años de encierro, el mexicano es el decano del área Death Row, una nave gris rodeada de mallas electrificadas y con puntas como navajas en lo alto, en la que se alojan los condenados a muerte.

Fierro llegó primero a la cárcel Ellis Unit, en Huntsville, Texas, en agosto de 1979, acusado de tráfico de drogas.

Allí, la policía lo acusó del asalto y asesinato de dos tiros del taxista Nicolás Castañón, cometido en El Paso, Texas, el 27 de febrero de ese año.

El cuerpo del taxista, que llevaba a Fierro y a un amigo de nombre Gerardo Olague, de El Paso a Ciudad Juárez, fue hallado a un costado de su auto en el parque Modesto Gómez de aquella ciudad fronteriza.

La ficha policial dice que Fierro se quedó con el reloj, la billetera y un abrigo del muerto.

El mexicano, entonces de 22 años, habría utilizado para el crimen un revólver Magnum .357. Una de las balas se alojó en la parte trasera de la oreja derecha de la víctima.

La condena de muerte le fue dictada en 1980. En el 2003 fue trasladado de Huntsville a Polunsky, donde fue sometido a aislamiento total en el Death Row.

Fue allí -el pabellón de la muerte- donde empezó a tener los primeros síntomas de desajuste mental.

Hoy, al borde de la locura tras casi tres décadas de encierro y los 17 aplazamientos que ha tenido su ejecución, Fierro se ha vuelto impredecible en las entrevistas, que en todo momento le solicitan, y donde lo mismo filosofa, delira, ríe y se enfurece.

Esta vez, el interno con semblante aburrido arquea las cejas y levanta la cabeza indiferente.

Con señas informa que no puede oír a través del vidrio, por lo que se encoge de hombros: nada puede hacer.

Se le pide tomar la bocina que lo enlaza con el interlocutor y él la señala, extrañado, como si ésta fuera a servir.

"Dime algo que no sepa", exige molesto y en un español claro.

Al preguntársele si cree en Dios, responde con un "¡no!" enronquecido, seguro por el tiempo que dura callado.

Entonces conversa: Dios no cree en él, explica Fierro, y por ello él no tiene que creer en algo que lo ha dejado en el olvido.

"Creo en los taxpayers", ríe y levanta y baja las cejas constantemente, "no en el gobierno, consulados, abogados".

Los contribuyentes, dice, son los que importan. Son ellos los que dan dinero para que sea sostenido en el pabellón.

"Tampoco me importa Texas ni su gobierno", agrega enfático, "sólo los taxpayers".

Más tarde dirá que sí cree en una fuerza superior, su tía, cuyo nombre no revela o lo dice entre dientes, porque la veía rezar...

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