Una voz por la justicia

AutorKamala Harris

-Vamos, Kamala. Va, que llegaremos tarde. -Mi madre estaba perdiendo la paciencia.

-Un momento, mamá -respondí. (Sí, mi madre era y siempre será "mamá" para mí.)

Íbamos de camino a la sede de la campaña, donde se estaban reuniendo los voluntarios. Mi madre solía encargarse de sus actividades, y no se andaba con tonterías. Todos sabían que cuando Shyamala hablaba, había que escucharla.

Fuimos en coche desde mi piso, cerca de Market Street, y fuimos dejando atrás el lujo y los enclaves turísticos del centro de San Francisco hasta llegar a un barrio de mayoría negra en el sudeste de la ciudad conocido como Bayview-Hunters Point. Bayview había albergado el astillero Hunters Point, que ayudó a construir la flota de combate de Estados Unidos a mediados del siglo XX. En la década de 1940, la perspectiva de conseguir un buen puesto de trabajo y una vivienda asequible en torno al astillero atrajo a miles de estadounidenses negros que buscaban una oportunidad y aliviar el dolor y la injusticia de la segregación. Estos trabajadores se encargaban de doblar el acero y soldar las planchas que ayudaron a nuestra nación a ganar la Segunda Guerra Mundial.

Pero como muchos barrios similares de Estados Unidos, Bayview fue abandonado en la posguerra. Cuando el astillero cerró, nada ocupó su lugar. Las hermosas casas antiguas se tapiaron; los residuos tóxicos contaminaron el suelo, el agua y el aire; las drogas y la violencia envenenaron las calles, y la peor pobreza posible se instaló durante mucho tiempo. Era una comunidad representada de manera desproporcionada en el sistema de justicia penal y asolada asimismo por crímenes sin resolver. Las familias de Bayview, cuyas raíces en San Francisco se remontaban en muchos casos generaciones, fueron arrancadas -literal y figuradamente- de la ciudad próspera que les habían prometido y que consideraban su hogar. Bayview era el típico lugar que nadie de la ciudad veía nunca, a menos que fueran allí a propósito. No se pasaba por allí por la autopista. No se cruzaba para ir de una parte a otra de la ciudad. Era, de forma muy trágica, invisible para el mundo que se extendía fuera de él. Yo quería formar parte de su cambio, así que establecí la sede de mi campaña en el cruce de la Tercera Avenida y Galvez, justo en el centro de Bayview.

Los asesores políticos pensaron que había perdido la cabeza. Dijeron que ningún voluntario de la campaña iría nunca a Bayview desde otras partes de la ciudad. Pero fueron lugares como Bayview los que me inspiraron a presentarme por encima de todo. No me estaba presentando para poder tener una lujosa oficina en el centro. Me estaba presentando para tener la oportunidad de representar a las personas cuyas voces no se escuchaban, y para prometer seguridad pública en todos los barrios, no solo en algunos. Además, no creía que la gente no fuera a acudir a Bayview. Y tenía razón: acudieron. Por decenas.

San Francisco, al igual que todo nuestro país, es diversa, pero está profundamente segregada; es más un mosaico que un crisol. Sin embargo, nuestra campaña atrajo a personas que representaban el dinamismo de toda la comunidad. Los voluntarios y simpatizantes llegaban a raudales desde Chinatown, Castro, Pacific Heights, Mission District: blancos, negros, asiáticos y latinos; ricos y de clase obrera; hombres y mujeres; ancianos y jóvenes; homosexuales y heterosexuales. Un grupo de grafiteros adolescentes decoraron el muro trasero de la sede de la campaña y pintaron con espray "justicia" en letras gigantescas. La sede bullía de voluntarios; unos llamaban a los votantes, otros se sentaban juntos en torno a una mesa llenando sobres, otros cogían portapapeles para ir de puerta en puerta hablando con la gente de la comunidad sobre lo que estábamos intentando hacer.

Nos detuvimos ante la sede justo a tiempo. Dejé salir a mi madre.

-¿Tienes la tabla de planchar? -preguntó.

-Sí...

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