El vuelo de la alondra

AutorChristopher Domínguez Michael

Desde hace algunos años, la relectura de Salvador Elizondo se ha convertido en una de mis costumbres menos censurables y, esta noche que ha muerto, reincidir me da cierto consuelo. A estas alturas de la vida, siguiendo el método propuesto por él mismo en su Autobiografía precoz, oscilo entre hablar con los muertos y parlotear con los vivos, de tal manera que me siento mejor dispuesto hacia su obra. Quizá ya sean cuatro las ocasiones en que leo Farabeuf o la crónica de un instante (1965) y de cada sesión salgo más satisfecho tras rendir visita al doctor Farabeuf, quien contra el silencio que parecía exigir como forma de posteridad, me parece un fantasma bien dispuesto a charlar con un vivo. Es un cirujano francés, un precepto de composición literaria, el primer sabelotodo, y al faltarle la materialidad novelesca, su ausencia ocupa las cuatro esquinas de la habitación. Su conversación sólo es monotemática en apariencia y yo saco provecho de sus manías.

Se olvida a menudo que Elizondo (Ciudad de México, 1932-2006) fue profesor de literatura en la Universidad Nacional y tutor en el antiguo Centro Mexicano de Escritores. Yo, que no lo frecuenté en el barrio coyoacanense de Santa Catarina, consigno lo anterior a cuenta de la naturaleza pedagógica de su obra, aprendizaje progresivo que a través de sus libros, me ha permitido modificar gustos y matizar prejuicios, al grado que ya no creo, como lo pensaba ayer, que lo más nutricio de Elizondo esté en Farabeuf: su talento se expresa equilibradamente en todos sus libros.

A partir de El grafógrafo (1970), Elizondo comenzó la escritura de la parte más crecientemente dilatada y compleja de una obra que a la vez se espesa y se destila en Cuaderno de escritura (1969), Camera lucida (1983), Elsinore (1987) y en Teoría del infierno y otros ensayos (1992), literatura pura, ensayo y narrativa en una combinación tanto más perfecta en su medida de estar escrita en la mejor prosa de su generación. Me pasa con Elizondo lo que a él le ocurría con Monsieur Teste, de Paul Valéry: "Al releerlo ahora las ideas que ahí operan como que aparecen más claras, más radiantes, menos complicadas y mucho más dramáticas que entonces y como teñido todo de esa melancolía que produce el fracaso de las empresas espirituales, especialmente de aquellas que se nos propusieron, en un momento dado de la vida, como retos".

La biblioteca de Elizondo, que él mismo delimita entre Quevedo y Gracián, Blake y Joyce, parece pequeña y presidida...

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