Vuelve Diemecke al origen

AutorErika P. Bucio

Enrique Arturo Diemecke probó la "manzana envenenada" cuando era un joven violinista de la Sinfónica del Estado de México (OSEM). Enrique Bátiz, entonces su batuta, lo invitó a dirigir en un concierto donde Pablo Diemecke, su hermano, era solista.

Tendría oportunidad después de hacer las Danzas polovtsianas de Aleksandr Borodin y el Adagio para cuerdas de Samuel Barber. Fueron sus pininos en la dirección orquestal y le interesó permanecer en ese paraíso.

Ambicionaba desde chico empuñar la batuta, un destino inscrito en su nombre: su padre, Emilio Diemecke, también músico, lo llamó Arturo por Toscanini.

"Desde chico estaba con la mentalidad de ser director de orquesta", dice durante una reciente visita a la Ciudad de México.

Si quería dirigir, le advirtió su padre, necesitaba tocar varios instrumentos y entender las distintas secciones de la orquesta, además de comprender la sicología de los músicos. Y Diemecke aprendió violín, corno, piano y percusiones.

"Quería ser un director que amara y guiara a los músicos a amar y respetar su profesión", expone.

Los tiempos cambiaban. Y él quería estar listo para ese nuevo estilo donde quien empuña la batuta no es un dictador ni los músicos se guían por el terror. "Siempre es el amor a la música".

Había ingresado a la orquesta mexiquense a los 16 años, sin audición de por medio. Bátiz invitó a él y a su familia, los Diemecke -Emilio, Pablo, Enrique y Carolina-, a unirse a la agrupación después de escucharlos con la Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, donde tocaban, en el Palacio de Bellas Artes. "Yo no hago audición", le había dicho el padre de Diemecke al emisario de Bátiz tras la invitación de irse a Toluca, y, por el mismo conducto, el director de orquesta le reviró: "Los oí tocar. Ustedes ya hicieron audición".

Pero el padre se resistía y Bátiz se apersonó. "Ni siquiera hemos hablado de cuánto nos va a pagar", le lanzó, y la oferta fue imposible de rechazar: les ofreció...

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